Érase una vez en que Eldorado brillaba en París...

Laura Cozzo
        Estamos en la intersección de dos bulevares, el de Strasbourg y Saint-Denis, frente a la estación de metro que lleva el nombre de ambas avenidas.
        ̶ Esta línea se inauguró en 1908. Cuando yo empecé a frecuentar este barrio, aún no llegaba hasta aquí... Sí, ya se había inaugurado la red del metro en París, eso fue en 1900, pero no todos los ramales comenzaron a funcionar al mismo tiempo sino gradualmente: uno y luego se sumaba otro... y otro...
        Pasamos junto al Museo del Abanico y nos detenemos un momento. Asombrado, él no lo conocía. Los ojos le brillan de curiosidad.
        ̶ Aquí recuerdo que había una sala de exhibiciones. ¡Cuánto ha cambiado todo! – sonríe nostálgico.
        Entonces divisa algo expuesto que parece divertirlo mucho: reconoce su letra, su firma y la pequeña estrella inscriptos en ese pequeño dragón, un intento de abanico que él supo usar una vez a falta de papel de cartas. Parece gratamente sorprendido de que alguien haya guardado ese objeto trivial al que él convirtió en fascinante. Hoy ya casi nadie usa abanico, tan sólo algunas jóvenes damas vintage y Karl Lagerfeld. Muy cerca del museo, como lo muestra un indicador en la calle, está el actual Teatro Comedia. Me indica con un gesto que es aquí. Vacilo un instante.
        ̶ Supongo que usted habrá observado alguna fotografía y duda de que la haya guiado bien. En 1932, el edificio antiguo fue demolido y en su lugar erigieron esta preciosa sala para 2000 personas.
        Ingresamos al hall, todo rojo y con retratos de los grandes artistas que se presentaron aquí. Me señala todo aquello que se conservó de la construcción anterior, el interior cambió muchísimo menos que la fachada exterior. Subimos por una de las escaleras doradas hasta el pullman desde donde podemos contemplar la enorme sala, bellísima en rojo y oro. Nos sentamos en las confortables butacas y él comienza a contarme la historia del café-concert más grande de París, Eldorado.
        ̶ París ya tenía muchas salas de espectáculos cuando el 30 de diciembre de 1858 se abría aquí Eldorado, pero ninguna tan lujosa, tan fastuosa... Pasaron varios directores sin mucho éxito hasta que llegó Monsieur Lorge, un hombre audaz, un buscador permanente de nuevos talentos, que convirtió a este lugar en el primer café-concert de la ciudad. Todo podía tener lugar aquí: pequeñas representaciones cómicas, vodevil, algunos fragmentos de operetas, las canciones populares más ingenuas hasta las más libertinas, pero también las más poéticas... Aquí tuvo lugar el primer intento de opéra bouffe, el Don Quijote de Hervé, amigo y rival de Jacques Offenbach. ¡Sin las operetas el cancán no se habría vuelto tan... célebre! El tono animado y satírico de esas historias disparatadas es el que va a marcar al repertorio de Eldo, de ahí que usted escuche decir que aquí reinaba la risa. Fue por ese entonces que abrió La Scala, aquí, justo enfrente, en el número 13. París estaba fascinado con la rivalidad entre ambos cafés. La Scala también tuvo su edad dorada y luego fue transformada en una sala de cine, al parecer, especializada mucho después en films pornográficos. ¡Absurdo destino para la sala que albergó a la primera gran revista a la inglesa con las estrellas más rutilantes del momento!
        ̶ Volviendo a Eldorado, ¿cuáles fueron sus primeros contactos con este lugar?
        ̶ Empecé a frecuentar Eldo en 1906, tenía tan sólo 16 años y llegué a ver muchas de sus presentaciones aquí. Todos los jueves venía con dos camaradas. Reuníamos el poco dinero que teníamos entre todos para alcanzar a pagarnos la entrada más económica, muy cerca del escenario. No era la mejor ubicación, el ángulo de visión era realmente muy limitado, ¡pero a quién le importaba! Traíamos ramitos de violetas para arrojarles torpemente a las cantantes, lo que les divertía y fastidiaba a la vez. En cierta forma, me compadezco de los jóvenes de hoy obligados a suspirar por fantasmas a la salida del cine. Lo más interesante era el proscenio, donde se cambiaban los artistas. Detrás de nosotros, hormigueaba la sala repleta, pero no llamaba nuestra atención: para nosotros, no había nada más allá de nuestras ubicaciones y de Monsieur Dédé, el negro de cabello rizado y bigotes que dirigía la orquesta con sus guantes blancos.
        ̶ Tengo entendido que muchos artistas importantes que usted vio aquí se presentaban durante años y años. Usted mencionó alguna vez a Mistinguett y Dranem, por ejemplo...
        ̶  ¡Cómo olvidar la belleza hechicera de Mistinguett! Era una de las más populares en ese momento,  ejercía un magnetismo irresistible sobre la audiencia... Actuó aquí entre 1897 y 1907. Era nuestra favorita, ¿sabe? Íbamos a esperar su salida a la puerta que daba al faubourg Saint-Martin. La recuerdo ingresando a escena, mientras la orquesta arremetía con “La Matchiche”, la canción más famosa de la Belle Époque sobre aquel famoso baile tan excitante llegado del otro lado de los Pirineos. Y allí estaba ella, con la mano en la cadera, el sombrero de cualquier forma, el chal español drapeado. Ni bien se retiraba, la suerte decidía quién iría a visitarla a su camarín. Ah, el éxtasis de ese minuto en que se nos aparecía ante nuestros ojos asombrados con su bata con flores estampadas, luciendo su bicyclette, ese maquillaje en los ojos que imitaba los rayos de las ruedas. Al año siguiente, comenzaría su carrera cinematográfica pero sin descuidar la escena.  ¿Sabía usted que por amor fue espía en la Primera Guerra Mundial? Maurice Chevalier, su amante de ese momento, había sido hecho prisionero en Alemania; para intentar su liberación, se hizo espía y consiguió extraer informaciones de gran importancia a personajes muy influyentes. Mucho tiempo pasó hasta que un día me reencontré con la joven Mistinguett en el álbum de fotos familiares de mi gran amigo Léopold, su hijo; me reencontré con su seductora boca, su mirada felina, sus cabellos castaños rizados y sus piernas de seda. Una vez Léopold me invitó a una presentación suya en el Folies-Bergère, me reservó la misma ubicación desde la cual la veía emerger con sus plumas de avestruz en mi juventud aquí en Eldo. Creo que existen muchos patriotismos: mis ojos se llenan de lágrimas cuando, en el extranjero, escucho la voz de la bella Mistinguett. Entonces siento que ella representa lo mejor de mi vida y de un patriotismo que no me averguenza, esa luz que centellea con tal intensidad que rivaliza sólo con las estrellas del cielo.
        ̶ Por favor, cuénteme algo sobre Dranem.
        ̶ Él había llegado unos años antes ¡y permaneció durante 20 años! Creó su propio estilo. Subía a escena con una chaqueta muy estrecha y pantalones muy anchos y cortos, amarillos con rayas verdes, y un sombrero extrañísimo al que había bautizado Poupoute, con las mejillas y la nariz roja... Fue todo un éxito; al día siguiente de su debut, la gente repetía sus cancioncitas por todo París. Se destacaba con sus hilarantes monólogos pero también supo brillar representando a Molière. Tenía un carisma especial que lo hizo único. Raymond Queneau y André Breton se contaban entre sus admiradores.
        ̶ Boris Vian se preguntaba si la caradurez de Dranem de soltar las terribles estupideces que componían su repertorio ante ese público risueño no lo convertía casi en un verdadero genio.
        ̶ Puede ser que tuviera razón. No cualquiera hubiera podido hacerlo, no sabe cuántos luego lo intentaron en vano...
        Contemplamos la sala en silencio, como si pudiéramos contemplar el tiempo e impedir que avanzara la cuenta de los minutos, las horas y los días. He aquí uno de los espacios en los que tuvieron lugar sus años de iniciación, los primeros destellos de este exquisito diamante, ese universo frívolo y mundano que marcaría a fuego su personalidad y su obra. Desfilaron ante nosotros por un momento algunos fantasmas de esa alegre y luminosa París que, tras la Gran Guerra, nunca volvería a ser igual. Él, el poeta Jean Cocteau, tampoco.