El amor y el fuego

Daniela Tarazona
          Hace tiempo, en una entrevista que me dejó vuelta al revés —los ojos más abiertos que de costumbre ante la agudeza de Silvina Friera— hablé sobre la idea del amor para mi generación y sobre el miedo.
          Estuve asustada durante muchos años. Tuve miedo de morir por amor. Desde la adolescencia, la posibilidad de enamorarme y perder la cabeza —cuestiones que a mí siempre se me han dado juntas— podría desembocar en adquirir el Sida. Había que cuidarse. ¿Qué implicaciones tuvo para nosotros, los nacidos en los años setenta y ochenta conocer la sexualidad a la par de una peste? No lo sé. Pero estoy segura de que enamorarse era temer. Enamorarse era imaginar una amenaza de muerte. De por sí, desde antes, se trataba de sufrir, de estremecerse y de pasar largas noches en estados de gracia poco soportables: material para la cursilería.

          Pero la existencia del Sida no tiene nada de cursi. No se puede adornar.
          Recuerdo una extraña mecánica de actividad grupal para generarnos conciencia de la peste en la universidad. Cada quien tenía que recibir un papelito y después debíamos darnos la mano. Entre los veintitantos papelitos que nos dieron había uno que decía: “Positivo” y le tocó a mi vecina de banca. Yo le había dado la mano, lo que, en los términos de la mecánica del juego triste al que nos sometía no sé qué asociación universitaria de lucha contra el Sida, implicaba contagiarse. Así que yo me había contagiado y al darle la mano al de junto lo había contagiado igualmente. Peste lúdica, por suerte.

          El amor cambió. Creo que sí: el amor cambió para nosotros.
          El mundo anunció nuevos principios que alentaron el terror: se cayeron las torres gemelas y con ellas toda la confianza, o la libertad, o la consideración hacia los pormenores del tránsito y los derechos del otro. A partir de ese momento, los cuchillos de los aviones fueron de plástico: si cortaríamos el pollo de las charolas sería con mayor trabajo. Unos señores dispusieron que se nos revisaran los cuellos, los frentes, los costados y ahora, según he sabido, el contorno completo del cuerpo en una máquina maravillosa que te desnuda sin quitarte la ropa para convertirte o aceptarte como un ser humano inofensivo. Recuerdo que, en mi escuela, se hablaba de la existencia de unos lentes oscuros que hacían posible ver al otro desnudo.Mirábamos con sospecha a cualquiera que llevara unos lentes oscuros nuevos, porque no podíamos saber si se trataba del modelo referido o no.

          Hoy debemos cruzar los controles de seguridad con menos de cien mililitros de cualquier líquido y tras dejar nuestras cosas en los túneles bajo rayos que todo lo atraviesan, podemos escucharpeticiones como: —¿Me muestra su bolso?
          Los ojos de los policías distinguen las cosas peligrosas gracias a las máquinas. Si se analiza bien la pantalla, en el tiempo que nos dé estar de fisgones viéndola de soslayo, notaremos texturas increíbles: colores, densidades, líquidos, sólidos; todo un despliegue de condiciones de la materia.

          En cuanto a las revisiones del equipaje que documentamos, nada puede impedir que un par de manos enguantadas se deslicen entre las prendas y penetren más allá en los pliegues para revistar las orillas, las juntas. Los cuerpos, como sabemos, también se revisan: la seguridad tiene algo de cachondo, de gandalla, pero siempre lleva guantes.
          Nunca me han detenido en ningún aeropuerto. Me han hecho tirar una botella de agua, han revisado el fondo de mi frasco de perfume para ver cuántos mililitros necesito para vivir en una nube de fragancia comprada; me han revisado bien el cuello cuando llevo una bufanda, me han pedido que me quite las botas. Y sí: me han fumigado alguna vez dentro de la cabina de un avión.
          Me contaron que ahora te pasan un papelito mágico por las palmas de las manos, o las yemas de los dedos, con la intención de averiguar si has manejado pólvora en los últimos días, tiempos, horas o minutos. Es de locos.
¡Qué dificultades implica ser una persona que transita!


          Todo esto es preparado para nuestras manos y nuestros oídos. Ya se nos advierte en los aeropuertos y terminales en los que la gente va y viene, que si vemos una bolsa abandonada por allí, la denunciemos. La bolsa puede ser una bomba. Y no solamente, claro, lo terrorífico y primigenio es que el otro puede ser una bomba.
          ¿Quién quiere imaginarse sentado en su oficina, en la sala de espera o en la cabina de un avión y volar en miles de pedazos por un explosivo no identificado? Nadie. Nadie quiere explotar así.
          La nueva idea del amor para nosotros, los hijos del desamor, tiene que ser un sentimiento arraigado en lo inofensivo. Los fluidos corporales han sido un signo de amenaza, de allí que el cuerpo del otro es, en el mejor de los casos, un ser vivo al que dedicarle nuestros deseos. La sexualidad, en general, está cifrada por los códigos que disponen los medios masivos de comunicación y por la industria pornográfica de hoy realizada con cuerpos plastificados y homogeneizados. La sociedad de hoy nos indica, cada vez con mayor fuerza, que debemos parecernos a lo que se representa en las pantallas que vemos y usamos.
          El orden del mundo nos dice que no debemos sufrir por amor. Debemos pasarla bien y estar llanamente satisfechos. El orden del mundo quiere ser aséptico. Por eso existen los detergentes que penetran en las telas para destruir la suciedad; los detergentes que acaban con los ácaros: esos engendros de la cama, esos seres microscópicos que habitan en nuestra piel. El orden del mundo nos quiere a todos pulcros e iguales. 

          Sabemos que el ideal de belleza será dado por los cirujanos. Las mujeres convertirán sus rostros en creaciones del quirófano para lograr las pieles lisas, los mentones salientes, las narices respingadas. Se incluyen, no por azar, los senos que millones de mujeres aceptan rellenar para caminar o correr desafiando la fuerza de la gravedad.
          El Botox®, es decir, la sustancia derivada de la toxina del botulismo, también usada para contrarrestar los espasmos musculares en enfermedades neurológicas o pacientes con parálisis cerebral y la migraña, es empleado para rellenar las arrugas y dar un aspecto de placidez, que se asemeja más al rostro de un ser inanimado, al de un muñeco de cera, que a uno humano.

          En el universo de las intervenciones al cuerpo, me inclino más por el reino del body piercing, o de las cicatrices hechas adrede, creo que su estética es más acorde a los tiempos que corren. Pienso en la artista francesa Orlan que lleva unos cuernos preciosos en la frente y decidió desde comienzos de los años ochenta hacer parte de su arte con su cuerpo.

          En cualquier tiempo, la pasión ante la naturaleza oscura del amor, ha sido contenida en mitos. Denis de Rougemont, en Amor y occidente, recupera el mito de Tristán e Iseo para analizar de qué modo el amor es imaginado “como una bella catástrofe digna del deseo y no como una simple catástrofe.” 

          Conocemos las costumbres de Pompeya en buena medida gracias a la conservación extraordinaria de la ciudad tras la erupción del Vesubio. Tengo un libro fabuloso que se titula Grafitos amatorios pompeyanos. Priapeos. La velada de la fiesta de Venus, en el que se han recuperado los grafitos de Pompeya. Es uno de mis libros favoritos. Allí leo: “Reúnanse aquí todos los enamorados. Quiero romperle las costillas a Venus/ a bastonazos y dejarle la espalda baldada./ Si ella puede atravesar mi tierno corazón/ ¿por qué no iba yo a poder romperle la cabeza de un garrotazo?”

          Ahora dudo que se pueda morir por amor. Morir por una enfermedad, sí. Pero el amor ya no mata. O quizá me estoy haciendo vieja, o tal vez los de mi generación hemos sobrevivido hasta el día de hoy porque procuramos estar a salvo. Es del todo posible que nuestra manera de ver el amor, nuestro modo de aproximarnos al otro mediante el afecto, se parezca más a la cachonda coreografía con la que los policías revisan las maletas: un recuento del equipaje, una evaluación de los objetos que carga el otro, una hoja de laboratorio que consigne al compañero como una persona sana.
          No quiero que el lector piense que no me he enamorado. De hecho, estoy enamorada. Pero no moriré de amor sino de vejez, de enfermedad (estoy segura); que los dioses no me castiguen por adivinar mi destino con tanta soberbia.

          En el camino, me arrugaré a conciencia. Sólo asistiré al agradable reino de las cremas faciales para aliviar la sequedad de mi piel. Seguiré fumando, quisiera dejar de hacerlo pero no me veo capaz, a pesar de las imágenes de tumores y traqueotomías estampadas en las cajetillas.
          Y asumiré, como cualquier ciudadano que tiene la posibilidad de viajar, la indignante revisión de mi cuerpo cada vez que cruce las fronteras del pánico.
          ¿Cuál será la idea de amor en la mente de un soldado durante la guerra?

“El amor no debe usar agua hirviendo, / pues ningún escaldado puede amar el fuego.” Encontré la respuesta en un grafito de Pompeya.
1Rougemont, Denis. Amor y occidente. Introducciones, traducción y notas Enrique Montero Cartelle, México, Conaculta, 1993, p. 23.
2 Grafitos amatorios pompeyanos. Priapeos. La velada de la fiesta de Venus, Gredos, Madrid, 1990.