El arte contemporáneo al sur del salado

Valentín Demarco

Los indios habían disuelto su infancia, habían caído sobre ella como el más hermoso espectáculo del cielo, habían sido ideas. Y ahora, después de tanto pensar, por delegación, en sus cabezas resplandecientes de plumas, tras los rostros bellamente pintados, supo que no eran artistas, sino el arte mismo, el fin último de la manía melancólica. La melancolía les enseñaba a caminar, y los llevaba muy lejos, al final de un camino. Y una vez allí, habían tenido el valor supremo de mirar de frente a la frivolidad, y la habían aspirado hasta el fondo de los pulmones. César Aira, Ema, la cautiva

Al cruzar el río, ninguna referencia física, mucho menos un guardia de sala, hacía suponer que entrábamos en el territorio del arte.
La Pampa, como un inmenso cubo blanco, no era más que eso: un espacio vacío donde se montaba y desmontaba en cuestión de horas la experiencia estética. La extensión infinita era el desierto tanto como una sala de exhibición vacía lo es. Ambos espacios se definen por su negación. Aquí se comprobaba verdadera la contradicción ontológica del manierismo agrario: ellos estaban y eran el campo, el campo expandido.


Anulada la posibilidad de ser artistas, ya que todos podían pintar sus cuerpos exquisitamente, encarnar el arte se convirtió en el fin supremo de sus vidas. Como la vecina que se rehusaba a dormir más de tres horas diarias y coleccionaba encendedores del mundo o los caballos, que impregnados de orientalismo, se encogían hasta alcanzar la estatura de un perro.


¿Por qué habrían de querer el traslado desde la ciudad capital de la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat, si ellos ya eran el arte mismo? La vieja les había dejado el cemento y ellos se habían fundido con él. Ya no necesitaban de Turner, ni de Brueghel, mucho menos de Alma-Tadema. El arte no residía en los límites de aquellos cuadros. Sólo reclamaron un extraño lienzo que Juan Manuel Blanes había pintado en Florencia, pero no sabían bien el por qué de su elección.
Para evitar que el museo llegara a su nueva ubicación en Loma Negra, se les ocurrió servir un banquete sobre las vías donde pasaría el tren de cargas perteneciente a la línea Roca, que trasladaba pieza por pieza, como un Abu Simbel, pero de otro desierto, el edificio que la vieja le encargó a Rafael Viñoly, junto con todas las obras que ahí se acopiaban.
El maquinista se detuvo, un poco para impedir la colisión, aunque en el fondo lo hizo porque aquel festín que tenía ante sus ojos era una invitación indeclinable. Cuando estuvo ebrio, aprovecharon para tomar el cuadro de Blanes, y parte de los techos curvos del museo. Con ellos construirían un refugio para la misteriosa obra.
-¿No cree que fue un poco drástico el rechazo a aquellas pinturas? ¿No podían siquiera guardarlas con afán documental?
-Claramente dice eso porque usted no estuvo allí... Los Berni, los Alonso y hasta el Warhol yéndose río abajo por el Salado... Ahora no eran más que balsas coloridas... Un espectáculo maravilloso.


Abolida la pintura de caballete, resultó extraño que desaparecieran algunas obras que venían en los vagones del tren. ¿Quién podría haberlas tomado? ¿Con qué objeto? Cuando salieron a buscarlas, tras mucho andar, las hallaron ocultas en un lugar indescifrable: podía ser La Hormiga, o tal vez, una caverna que les recordaba a Paollo Uccello. También dieron allí con el ladrón de museos, quien para perplejidad de todos, pintaba sobre blancos y anacrónicos bastidores. Junto a él, hermosas jóvenes lo contemplaban extasiadas, no tanto por lo que pintaba, sino por la pose y el gesto, artificioso y fútil, lo must. 


De vernissage en vernissage, una inauguración tras otra. ¿Pero inauguraciones, de qué? Si no había artistas. Todo era puro acontecimiento, el arte se negociaba allí. Obviamente era imposible asistir a todos los openings, pero era suficiente con hablar de ellos. La sola expresión del deseo de asistir o la mención a alguna reseña sobre él bastaban para superar el percance de no haber concurrido.
Toda esta red de sociabilidad artificiosa dinamizaba la vida en el desierto, no porque el tedio fuera insoportable, sino por una propensión al movimiento y a la comunidad liberada de todo fin verdaderamente edificante.
Allí no había más que relleno relacional. Mas no se trataba de la concreción de la vieja utopía vanguardista. Nada más lejano a eso: aquí no había ninguna vida a la que restituir un arte autónomo. Todos eran el arte y todos eran lo contemporáneo.


-¿Y que sabían de Beuys? 
-No mucho, ¿por qué habrían de conocerlo? 
-No sé, digo, por su experiencia con nativos, los fieltros y la miel, y la supervivencia. 
-Nada que ver, a ellos no les interesaba el arte, ellos eran el arte. Además Beuys nunca pisó el suelo americano (I like America and America likes me).


Ser vistos, todos vueltos objetos de arte, todos exposiciones individuales de sí mismos, self-disclosure que no da más. Con el problema de que si todos eran arte ¿dónde estaba el público? Todos querían ser vistos, así que debían ver también. De cualquier modo, era perfectamente claro que no alcanzaban ni el tiempo ni los ojos para verlo todo, y optaron por una exposición desinteresada y sin fin. En verdad a nadie le gustaba ser espectador, pero sabían turnarse. 


Cuando el viejo escritor se internó más allá del Salado, comprendió que la escritura era accesoria. Bastaba con idear un título, una pequeña síntesis a modo de contratapa y diseñar una cubierta. La lectura debía ser también pura invención: así, el nuevo artefacto-libro siempre estaría a la altura de las expectativas de sus lectores. No habiendo nada que leer, sólo importaba la conversación que pudiera generarse sobre el libro. ¿Y qué pasaría cuando dos interlocutores hablaran sobre el mismo artefacto-libro de modo completamente opuesto? Básicamente, lo mismo que sucedía con los viejos libros: la retórica se impondría.
Con el tiempo, Aira se aburrió de las cubiertas, o mejor dicho, se dio cuenta que era un formato que le quedaba chico. Ávido de expansión, decidió diversificar su empresa: crearía su propia marca, puro lujo y ostentación. El mismo mecanismo de los libros como pura potencia (título, autor, contratapa y diseño de cubierta), resultó mucho más perfecto aún. No iba a perder tiempo fabricando productos, sólo diseminaría logos, packaging, identidad corporativa y una decoración idéntica en cada retail-store –inspirada en la mítica flagship-store de Pringles –. Tal casa central, la Maison Aira, realmente no existía, pero aún así algunos contingentes de aborhipsters emprendían increíbles travesías con el único objetivo de conseguir una etiqueta o una bolsa antes que el resto. No encontrar la tienda no los decepcionaba en lo más mínimo. En realidad, era usual que en la mitad del viaje entre descansos regados de alcohol y fiestas sorpresa, olvidaran el destino que los movilizaba. Además, nunca nadie se decepcionaba. Más bien, todos estaban abiertos a un asombro indiferente, como de reojo.
¿Para qué complicarse fabricando productos? La épica de la marca, y de su exclusividad eran lo supremo, y encarar esta tarea era mucho más estimulante que cualquier morfología funcional. La marca Aira podía aparecer en cuanta cosa se les ocurriera, lo importante era portarla. Original y copia eran categorías obsoletas: la falsificación no sólo era promovida, sino que era necesaria para la circulación de la marca. Cada cliente, a veces aconsejado por el vendedor en el retail-store de frontera, decidía cómo identificarse mejor. Los principiantes ostentaban enormes insignias doradas en sus frentes. Los ya iniciados se burlaban de estos parvenus y su grosera elegancia, si tal categoría fuera posible aquí, ya que todos estaban en otro umbral de refinamiento.
Otras marcas también se aventuraron a instalarse en el desierto, como la firma italiana con pretensiones multiculturalistas o colonialistas, United Colors of Benetton. Se instalaron tiendas de la marca de los colores unidos en los diversos fortines diseminados por el desierto. La estrategia era caprichosa y evidenció su agotamiento al término del Antiguo Régimen. La épica de la otredad que la marca desplegaba en sus impactantes campañas no convenció a nadie, mucho menos a clientes tan sagaces y entendidos de identidades corporativas: ¿cómo podían hablarles de multiculturalismo si la bolsa donde entregaban sus productos viajaba miles de kilómetros desde Italia?
Otra marca con mejor suerte fue Blanes Italy, ideada no se sabe bien por quién aprovechando la llegada del ya famoso cuadro. Había algo de atractivo exótico que gozó de relativo prestigio hasta que se hizo evidente su sesgo oportunista.


Movidas como las de los caballos en miniatura o la colección de encendedores internacionales eran vistas a menudo con suspicacia: se cuestionaba su parafernalia y el despliegue espectacular. Todos se esforzaban por encarnar el arte, pero la mayoría coincidía en que no debía notarse demasiado. Y el cuento que los caballos se habían ido apareando y reducido su tamaño por mera división no convencía mucho. Al viejo escritor, en cambio, le había fascinado tanto la idea que terminó convirtiendo a los engendros en sobrio emblema de su marca. Confesaba por lo bajo que si alguna vez se tomaba el trabajo de fabricar productos Aira, sin duda serían mini aperos para los minihorses Falabella.


El problema es que todos fingían saber qué implicaba ser el arte; pero en la práctica había tantos ser el arte como individuos. Pero nadie hablaba de ésto, era mejor dejar las cosas así. 
En última instancia era también el precio de la sofisticación. ¿Quién hubiera admitido que no le quedaba muy claro cómo ser el arte? A lo sumo, quien se atreviera a tan ingenua osadía, lo haría en nombre de lo sublime.


-Supongo que siendo la sociabilidad la experiencia estética suprema, debía de haber una gran preocupación por la imagen, por el cuidado del cuerpo, ¿no es así? 
Le preguntó haciendo hincapié en el lenguaje corporal y la comunicación no verbal.
-¿Realmente piensa que se tomaban el trabajo de ejercitar sus cuerpos? La genética los favorecía, sin dudas. En todo caso, los cánones de belleza se negociaban a cada momento. 
-Pero si se la pasaban bebiendo y comiendo...
-Pues la verdad no sé. Pienso que está buscando respuestas en lugares equivocados. Está formulando mal la pregunta por el arte contemporáneo, y entonces obtiene respuestas acerca del metabolismo, la atracción y la sensualidad. 
Por cortesía, deslizó que la extensión los estilizaba y no dijo más