Capítulo XVII Llegada de Cándido y su criado al país de Eldorado y lo que vieron Cuando llegaron a la frontera de los Orejones: ¿Veis, dijo Cacambo a Cándido, cómo este hemisferio no vale más que el otro? Creedme, volvamos a Europa por el camino más corto posible. -¿Cómo se vuelve?, dijo Cándido. ¿Y adonde iremos? Si yo voy a mi país, los Búlgaros y los Abaros degüellan a todos; si vuelvo a Portugal, soy hombre quemado; si nos quedamos en este país, nos arriesgamos en todo momento a que nos metan en el asador. Pero ¿cómo decidirse a dejar la parte del mundo donde vive la señorita Cunegunda? -Volvamos a Cayena, dijo Cacambo; allí encontraremos franceses, que van por todas partes del mundo y podrán ayudarnos. Dios quizás se apiade de nosotros." No era fácil ir a Cayena: aproximadamente sabían en qué dirección tenían que andar; pero las montañas, los ríos, los precipicios, los bandoleros, los salvajes, eran por doquier obstáculos terribles. Sus caballos murieron de cansancio; consumieron todas las provisiones; durante un mes entero se alimentaron con frutos salvajes y, al fin, se encontraron cerca de un pequeño río, bordeado de cocoteros, que sostuvieron sus vidas y sus esperanzas. Cacambo, que daba siempre tan buenos consejos como la vieja, dijo a Cándido: "No podemos ya más: ya hemos andado demasiado. Veo una canoa vacía en la orilla; llenémosla de cocos, tirémonos en la barquita, dejémonos llevar por la corriente; un rio siempre lleva a algún lugar habitado. Si no encontramos nada agradable, encontraremos al menos cosas nuevas. -Vamos, dijo Cándido. Encomendémonos a la Providencia." Navegaron durante algunas leguas entre las márgenes, floridas unas veces, otras veces áridas, unas veces llanas, otras escarpadas. El río se ensanchaba cada vez más y al fin se perdía bajo una bóveda de espantosas rocas que se levantaban hasta el cielo. Los dos viajeros tuvieron el valor de abandonarse a las ondas bajo esta bóveda. El río, estrechándose en ese lugar, los arrastró con rapidez y ruido horribles. Al cabo de veinticuatro horas, volvieron a ver la luz; pero la canoa se estrelló contra los escollos y tuvieron que arrastrarse, de roca en roca, durante toda una legua, y al fin descubrieron un horizonte inmenso bordeado de montañas inaccesibles. El país estaba cultivado tanto para el placer como para la necesidad; por todas partes lo útil era agradable. Los caminos estaban cubiertos o más bien adornados de coches de una forma y una materia brillante, que llevaban hombres y mujeres de singular belleza, velozmente arrastrados por unos grandes corderos rojos que sobrepasaban, en rapidez, a los caballos más hermosos de Andalucía, de Tetuán o de Mequínez. "He aquí pese a todo, dijo Cándido, un país que vale más que la Vestphalia." Y echó pie a tierra con Cacambo, en la primera aldea que encontró. Algunos niños del pueblo, cubiertos de brocados de oro desgarrados, jugaban al tejo a la entrada del pueblo; nuestros dos hombres del otro mundo se divirtieron mirándolos: los tejos eran bastante anchos y redondos, amarillos, rojos y verdes y lanzaban un brillo singular. Sintieron los viajeros el deseo de recoger alguno; eran oro, eran esmeraldas, rubíes y el más pequeño hubiera podido ser el más grande adorno del trono del Mogol. "Sin duda, dijo Cacambo, estos niños son los hijos del rey de este país, que juegan al tejo." El maestro de la aldea apareció en ese momento para hacerlos volver a la escuela. "He aquí, dijo Cándido, el preceptor de la familia real." Los pequeños desarrapados interrumpieron mediatamente el juego, dejando en tierra los tejos y todo lo que les había servido para divertirse. Cándido los recoge, corre hacia el preceptor y se los presenta humildemente, dándole a entender que Sus Altezas Reales habían olvidado su oro y sus piedras preciosas. El maestro del pueblo, sonriendo, las tiró por tierra, miró un momento muy sorprendido la cara de Cándido, y siguió su camino. Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los rubíes y las esmeraldas. "¿Dónde estamos?, gritó Cándido. Verdaderamente los reyes de este país tienen que haber educado bien a sus hijos, puesto que desprecian el oro y las piedras preciosas. Cacambo estaba tan sorprendido como Cándido. Se acercaron, por fin, a la primera casa de la aldea; estaba construida como un palacio de Europa. Un gran gentío se amontonaba en las puertas y más aún en la casa. Una música muy agradable se dejaba oír y un olor delicioso de cocina se hacía sentir. Cacambo se acercó a la puerta y oyó que hablaban peruano, que era su lengua materna, porque todo el mundo sabe que Cacambo había nacido en Tucumán, en una aldea donde únicamente conocían esa lengua. "Yo serviré de intérprete, dijo a Cándido. Entremos, esto es una taberna." Inmediatamente dos mozos y dos muchachas de servicio, vestidos de telas de oro y con los cabellos atados con cintas, los invitaron a sentarse a la mesa del posadero. Sirvieron cuatro sopas, adornada cada una con dos papagayos, un cóndor hervido que pesaba doscientas libras, dos monos asados de un gusto excelente, trescientos colibríes en un plato y seiscientos pájaros mosca en otro; unas salsas exquisitas, dulces deliciosos, todo en fuentes de una especie de cristal de roca. Los mozos y las muchachas de servicio vertieron varios licores hechos con caña de azúcar. Los comensales eran, en su mayor parte, mercaderes y cocheros, todos de una finura extremada, quienes hicieron algunas preguntas a Cacambo con la más circunspecta discreción y respondieron a las suyas de manera satisfactoria. Cuando concluyó la comida, Cacambo creyó, así como Cándido, que debía pagar su parte tirando sobre la mesa común dos de las monedas de oro que había recogido. El patrón y la mujer rieron buen rato a carcajadas. Al fin se repusieron: "Señores, dijo el patrón, bien comprendemos que sois extranjeros; no estamos acostumbrados a verlos. Perdonadnos si nos hemos echado a reír cuando nos habéis ofrecido pagarnos con las piedras de nuestras carreteras. Sin duda no tenéis moneda del país, pero no es necesario tenerla para comer aquí. Todos los albergues construidos para la comodidad del comercio están pagados por el gobierno. Aquí no habéis comido bien porque es una pobre aldea; pero en todas partes os recibirán como merecéis serlo." Cacambo explicaba a Cándido las afirmaciones del patrón y Cándido las escuchaba con la admiración y el mismo desvarío con que su amigo Cacambo las contaba: "Entonces ¿qué país es éste, decían el uno y el otro, desconocido en todo el resto de la tierra, donde la naturaleza toda es de una especie tan diferente de la nuestra? Probablemente es el país donde todo va bien; porque sin duda ha de haber países de esta especie. Y diga lo que diga el maestro Pangloss, muchas veces he visto que todo iba mal en Vestphalia." Capítulo XVIII Lo que vieron en el país de Eldorado Cacambo manifestó al patrón toda su curiosidad. Éste le dijo: "Soy muy ignorante, y no me quejo de ello; pero tenemos aquí a un viejo retirado de la corte, que es el hombre más sabio de todo el reino y el más comunicativo." Inmediatamente lleva a Cacambo a ver al viejo. Cándido no desem-peñaba ya más que un papel secundario y acompañaba a su criado. Entraron en una casa muy sencilla, pues la puerta sólo era de plata y, dentro, los revestimientos solamente de oro, pero trabajados con tanto gusto que los más ricos revestimientos no los eclipsaban. En realidad, la antecámara estaba solamente incrustada de rubíes y esmeraldas; pero el orden con que todo estaba colocado reparaba bien esta sencillez extrema. El viejo recibió a los dos extranjeros sobre un sofá acolchado con plumas de colibrí, y les dio licores, presentados en vasos de diamantes; luego, satisfizo su curiosidad en estos términos: "Tengo ciento setenta y dos años y he sabido, por mi difunto padre, caballerizo del rey, de las asombrosas revoluciones del Perú, de las cuales él fue testigo. El reino donde estamos es la antigua patria de los Incas, que muy imprudentemente salieron de él para ir a dominar una parte del mundo, y que al fin fueron destruidos por los Españoles. "Los príncipes de su familia que se quedaron en su país natal fueron más sabios; ordenaron, con el consentimiento de la nación, que ningún habitante saliese nunca de nuestro pequeño reino; y esto es lo que nos ha conservado nuestra inocencia y nuestra felicidad. Los Españoles han tenido un conocimiento confuso de este país, lo han llamado El Dorado, y un Inglés, llamado el caballero Raleigh, se acercó por aquí, también, hace alrededor de cien años; pero, como estamos rodeados de rocas inabordables y de precipicios, siempre hemos estado al abrigo de la rapacidad de las naciones de Europa, que codician con furor inconcebible nuestras piedras y el fango de nuestra tierra, y que, por tenerlos, nos matarían a todos, hasta el último." La conversación fue larga: se habló sobre la forma de gobierno, sobre las costumbres, sobre las mujeres, sobre los espectáculos públicos, sobre las artes. Al fin Cándido, que siempre gustaba de la metafísica, hizo preguntar a Cacambo si en ese país había una religión. El viejo enrojeció, un poco. "¿Cómo, dijo, podéis dudar de esto? ¿Es que nos tomáis por ingratos?" Cacambo preguntó, humildemente, cuál era la religión de Eldorado. El viejo volvió a enrojecer. "¿Es que puede haber dos religiones?, dijo. Nosotros, creo yo, tenemos la religión de todo el mundo: adoramos a Dios de la tarde a la mañana. -¿No adoráis más que a un solo Dios?, dijo Cacambo, que servía siempre de intérprete a las dudas de Cándido. -Aparentemente, dijo el anciano, no hay ni dos, ni tres, ni cuatro. Os confieso que las gentes de vuestro mundo hacen preguntas muy singulares." Cándido no se cansaba de hacer interrogar al buen anciano, pues quería saber cómo se rezaba a Dios en Eldorado. "Nosotros no le rezamos nunca, dijo el bueno y respetable sabio; no tenemos nada que pedirle; nos ha dado todo lo que necesitamos; se lo agradecemos continuamente." Cándido sintió curiosidad por ver a los sacerdotes y preguntó dónde estaban. El buen viejo sonrió. "Amigos míos, les dijo, todos somos sacerdotes; el rey y todos los jefes de familia entonan solemnemente cánticos de acción de gracias todas las mañanas y cinco o seis mil músicos los acompañan. -¡Ah! ¿entonces no tenéis monjes que enseñen, que disputen, que gobiernen, que intriguen y hagan quemar a la gente que no sea de su opinión? -Tendríamos que estar locos, dijo el viejo; aquí todos pensamos igual y no comprendemos qué queréis decir con eso de los monjes." Cándido, ante estas palabras, estaba extasiado y se decía para sí: "Esto sí que es diferente de la Vestphalia y del castillo del señor barón: si nuestro amigo Pangloss hubiera visto Eldorado, ya no habría dicho que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor de la tierra; la verdad es que hay que viajar." Después de esta larga conversación, el buen anciano hizo enganchar seis corderos a una carroza y dio doce de sus criados a los dos viajeros para que los llevaran a la corte. "Perdonadme, les dijo, si mi edad me priva del honor de acompañaros. El rey os recibirá de modo que no quedaréis descontentos y perdonaréis, sin duda, las costumbres del país si hay alguna que os disguste." Cándido y Cacambo montan en la carroza; los seis corderos volaban, y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey, situado en un extremo de la capital. La puerta tenía doscientos veinte pies de alto y cien de ancho; es imposible expresar de qué materia estaba hecha. Se ve bien la superioridad prodigiosa que debía tener sobre esas piedras y sobre esa arena que nosotros llamamos oro y pedrerías. Veinte hermosas muchachas de la guardia recibieron a Cándido y a Cacambo cuando descendieron de la carroza, los condujeron a los baños, los vistieron con trajes de una tela de pluma de colibrí; después los grandes dignatarios y dignatarias de la corona los llevaron al apartamento de Su Majestad por entre dos filas, cada una de mil músicos, según el uso corriente. Cuando se acercaron a la sala del trono, Cacambo preguntó a un gran oficial cómo debía saludar a Su Majestad, si había que echarse de rodillas o vientre a tierra; si se ponían las manos sobre la cabeza o sobre el trasero; si se lamía el polvo de la sala; en una palabra, cuál era la ceremonia. "La costumbre, dijo el gran oficial, es abrazar al rey y besarle las dos mejillas." Cándido y Cacambo saltaron al cuello de Su Majestad, quien los recibió con toda la gracia imaginable y les rogó gentilmente que comieran con él. Mientras tanto, les hicieron ver la ciudad, los edificios públicos, altos hasta las nubes, los mercados adornados con miles de columnas, las fuentes de agua pura, las fuentes de agua rosa, las de licores de caña de azúcar, que corrían continuamente en las grandes plazas, pavimentadas con ciertas piedras que esparcían un olor parecido al del clavo y la canela. Cándido pidió ver el palacio de justicia, el parlamento, y le dijeron que no los había, porque nadie pleiteaba nunca. Quiso saber si había prisiones, y le contestaron que no. Lo que más le sorprendió y le causó mayor placer fue el palacio de las ciencias, en el cual vio una galería de dos mil pasos llena de instrumentos de matemática y de física. Después de haber recorrido cerca de la milésima parte de la ciudad, antes de cenar, los llevaron ante el rey. Cándido se sentó a la mesa, entre Su Majestad, su criado Cacambo y algunas damas. Nunca habían comido mejor y nunca, en cena alguna, se derrochó más ingenio que el que tuvo Su Majestad en aquella ocasión. Cacambo explicó a Cándido las ocurrencias del rey, las cuales, aun traducidas, conservaban su gracia. De todo lo que asombraba a Cándido, no fue esto lo que menos le asombró. Pasaron un mes en esta hospitalidad. Cándido no cesaba de decir a Cacambo: "Es verdad, amigo mío, que el castillo donde nací, lo repito, no vale lo que el país en que estamos; pero lo cierto es que la señorita Cunegunda no está aquí y vos tendréis alguna amante en Europa. Si nos quedamos, seremos sólo como los demás, pero si volvemos a nuestro mundo con doce corderos cargados con piedras de Eldorado, seremos más ricos que todos los reyes juntos, no tendremos que temer a ningún inquisidor y podremos fácilmente recuperar a la señorita Cunegunda." Estas palabras complacieron a Cacambo: tanto gusta correr, darse importancia ante los suyos, alardear de lo que uno ha visto en los viajes, que los dos afortunados resolvieron dejar de serlo y pedir a Su Majestad licencia. "Hacéis una tontería, les dijo el rey. Yo sé bien que mi país es poca cosa; pero cuando se está pasablemente en un lugar, hay que quedarse; por supuesto, no tengo el derecho de retener a los extranjeros, es una tiranía que no está en nuestras costumbres, ni en nuestras leyes: todos los hombres son libres; marchaos cuando queráis, pero la salida es difícil. Es imposible remontar la corriente veloz del río por el que milagrosamente habéis llegado y que corre bajo bóvedas de roca. Las montañas que rodean mi reino tienen diez mil pies de altura y son rectas como murallas, ocupando cada una, en anchura, un espacio de más de diez leguas; no se puede bajar más que por los precipicios. Sin embargo, como verdaderamente queréis marcharos, voy a dar orden a los encargados de las máquinas de que hagan una que pueda transportaros cómodamente. Cuando lleguéis a la otra parte de las montañas, ya nadie podrá acompañaros, porque mis subditos han hecho voto de no salir de ellas y son demasiado atinados para romperlo. Podéis pedirme lo que queráis. - No pedimos a Vuestra Majestad, dijo Cacambo, más que algunos corderos cargados de víveres, de guijarros y fango del país." El rey rió. "No comprendo, dijo, por qué gusta a las gentes de Europa nuestro barro amarillo; pero llevaos todo lo que queráis y gran bien que os haga." Enseguida dio orden a sus ingenieros de hacer una máquina para izar a esos dos hombres extraordinarios hasta ponerlos fuera de su reino. Tres mil buenos físicos trabajaron en ella y al cabo de quince días estaba concluida, y no costó más de veinte millones de libras esterlinas, moneda del país. Pusieron en la máquina a Cándido y a Cacambo; también dos grandes corderos rojos ensillados y con riendas para servirles de montura cuando hubiesen pasado las montañas, veinte corderos con albardas cargados de víveres, treinta que llevaban los regalos de lo que este país puede tener de más curioso, cincuenta cargados de oro, de piedras preciosas y diamantes. El rey abrazó tiernamente a los dos vagabundos. Fue un bello espectáculo su partida y la manera ingeniosa como fueron izados, ellos y las ovejas, a lo alto de las montañas. Los físicos se despidieron después de haberlos puesto en lugar seguro, y Cándido no tuvo ya más deseos ni más objetivo que el de presentar sus corderos a la señorita Cunegunda. "Ya tenemos, dijo, con qué pagar al gobernador de Buenos Aires, si la señorita Cunegunda pudiera tener precio. Vayamos hacia Cayena, embarquémonos, y después veremos qué reino nos podemos comprar."