En los documentos oficiales el número de mineros atrapados omitió a uno de los retenidos. No lo olvidaron ni estaba muerto. Pedro Valdivia había desparecido.
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Los hombres, no bien bajaban, comenzaban a pensar en lo que dejaban arriba. Familias, esposas, hijos, parejas, proyectos. Y la superficie se hacía volátil. Los túneles eran el concreto que la sostenía. Sin ellos, solo quedaba pobreza.
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Pedro había jurado que no descendería otra vez. Pero ahí estaba, como uno más. Su rostro sereno ocultaba el nerviosismo que lo recorría por dentro. Tenía un motivo para estar abajo. Lo que le importaba de arriba había sido destruido. La sangre de su mujer comenzaba a formar una costra oscura en sus manos que, mezclada con la tierra y el polvo, lo cubría como una segunda piel. Al entrar en la herida que los hombres abrieron al monte, Pedro recordó la del cuello de Amalia. Rogó poder suturarla.
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Comenzaron a descender. Pedro buscaba en la mina los pasos de su padre, quien se había aventurado en ella como un explorador. Ya no recordaba cuánto hacía de aquello, pero conservaba en la memoria los relatos que lo condujeron a lo más profundo de la tierra. “La única riqueza escondida es el tiempo” le dijo desde niño, como se lo habían transmitido a él. Fue el abuelo de Antonio el primero en asegurar que cada capa del planeta guardaba la clave de lo que ocurría en la superficie. Los primeros dibujos de Pedro eran bosquejos infantiles de la casa y la familia en el mundo imaginario que describía Antonio. En éste, cada suceso que ocurría en la superficie se repetía luego en las capas internas que lo conformaban. La vida transcurría como por una cascada, caía irreal, en potencia, hasta llegar al centro donde aquello que arribaba se concretaba y cobraba existencia material en la capa externa.
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Según Antonio, una tarde su hermano, Pedro, volvió del viaje a un pueblo vecino con una joven mucho más joven que él. Antonio desde el primer momento cayó rendido ante la muchacha que, a pesar de no querer demostrarlo, también lo miró con interés. Antonio se esforzó en contenerse y pensar que la chica no era especial, que solo lo atraía por ser nueva y en algo diferente a las mujeres del pueblo. Sería pasajero. Pero los meses pasaron y el sentimiento, lejos de enfriarse, se acrecentó. Antonio comenzó a odiar a su hermano y a sentir repulsión cada vez que lo veía besarla. Ella, tan joven; él, tan viejo, afortunado, y tan poco agradecido de lo que tenía. Pedro seguía frecuentando prostitutas y otras mujeres. Aun así, un domingo en familia anunciaron el embarazo y los planes de casamiento. Antonio no celebró. Hundido en estados que lo llevaban de la depresión a la desesperación urdió planes para acabar con su hermano, con la mujer, y con su propia vida. Pero el crimen se le hacía más imposible que las historias con las que había crecido. Se internó en la entonces abandonada mina. Si existía una esperanza de modificar lo que parecía definitivo, aunque fuera lejana y remota, él la tomaría. Antonio estuvo desaparecido para los familiares, aunque ninguno lo sabría. Decía haber encontrado una capa donde su intervención le dio a los hechos un rumbo diferente: Pedro suspendió su viaje a Villa Clara por un accidente y le encomendó a Antonio la tarea. El muchacho volvió acompañado de quien sería su esposa, y lo anterior nunca existió.
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Pedro sentía que, de alguna manera, todo lo que no había ocurrido lo cargaba en sus espaldas: el hermano no nacido, la desgraciada vida de su tío y, en especial, el peso del secreto. Solo él había escuchado la historia de Antonio, por ser el hijo mayor, y juró que nunca la contaría. Su padre no estaba orgulloso de lo que había hecho. Para impedir que su hermano fuera a Villa Clara, Antonio lo condujo a una zona en la que sabía que se produciría un derrumbe. No se detuvo a pensar en lo que podía ocurrirle. Pedro sobrevivió, pero se lastimó una pierna que nunca se le curaría. Por el modo en el que la arrastraba al caminar se ganó el apodo de “Rengo” y su espíritu se volvió hostil, antisocial, hasta convertirlo en el ermitaño del pueblo. Antonio pensó que la vida plena que le brindaría a su hijo equilibraría la tristeza de la sombría existencia de su hermano. En su honor, bautizó con su nombre a su primer hijo.
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Cuando Antonio hizo el segundo viaje, Pedro tenía 17 años y la mina seguía abandonada. El hombre visitó el cuarto del hijo antes de partir. Había hecho algo de lo que se arrepentía y debía corregirlo. Nuevamente tenía que ver con su esposa. Se despidió sin dar detalles. Pedro jamás supo qué fue de él ni si tuvo éxito. Su madre vivía sin que hubiera sufrido ninguna desgracia más que el abandono.
La reapertura de la mina renovó las esperanzas en muchos de los pobladores. Los jóvenes como Pedro se convirtieron en mineros y cada excursión fue para él una oportunidad de buscar pistas de Antonio y de su historia. Si bien a veces descreía por completo del relato de su padre, cuando las cosas se ponían duras era bueno contar con esa puerta abierta, quizás inalcanzable, pero que prometía un presente distinto.
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Aquella mañana, Pedro se alejó de sus compañeros tiempo antes del derrumbe que los sepultaría. Sus pasos se hundieron por una abertura que lo tragó en un segundo, sin darle oportunidad de gritar. El hombre golpeó por las paredes del pasadizo recto y de pendiente abrupta. Pedro no podría decir cuánto tiempo demoró la caída. Tras lo que parecieron unos segundos de pánico, perdió el conocimiento y se desvaneció. Su cuerpo cayó con fuerza al piso, y el eco del impacto retumbó por las paredes.
Pedro se incorporó con lentitud, como levantándose de una mala noche. Le dolían la cabeza, la espalda y sus extremidades. Permaneció sentado, con los brazos sobre las rodillas y las manos sujetando su frente. Al abrir los ojos, solo vio oscuridad. Una pantalla negra. Cuando su visión fue acostumbrándose al entorno, Pedro identificó una pared a su lado. El cuerpo, aunque dolorido, comenzó a responderle y el hombre logró ponerse de pie. Inspeccionó el lugar y avanzó con lentitud, cauteloso de no caer en una nueva boca que lo succionara. Pedro sintió un aire familiar y notó que avanzaba seguro, confiado. Solo al llegar a la salida y ver la luz del sol se convenció de que no estaba alucinando. Se encontraba en la entrada de la mina.
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A lo lejos estaba el pueblo. Pedro caminó sintiéndose un forastero, tan ansioso como temeroso de lo que encontraría. El camino era desierto, tan árido y hostil como en la superficie, sin objetos que lo adornasen. Pedro quería dar con una pista que le asegurara que había llegado al lugar que buscaba. Algo como su mujer, viva, colgando la ropa recién lavada en la soga, o preparando el almuerzo. Después de descubrir a Amalia sin vida, tan definitivamente inanimada, ninguna prueba resultaría tan contundente. El hombre apuró el andar. Reconocía su casa a lo lejos y las de sus vecinos. Al acercarse, sin embargo, notó que la casa vieja estaba en perfecto estado, y que los cuartos que habían ido agregándole con el nacimiento de las nuevas generaciones no existían. Pedro se quedó congelado. Como si hubiesen oído su pedido, Amalia salió al patio. Llevaba el cabello más corto y se la veía flaca, pero Pedro no dudaba de que fuera ella. El hombre quiso correr y abrazarla. Amalia cargó un balde de agua y regresó enseguida al interior, diciendo algo en voz alta. Pedro había oído voces en la casa que la reclamaban. Intentó acercarse a la construcción sin que lo vieran para oír mejor.
La voz surgió nuevamente, pero a sus espaldas. Pedro giró y descubrió a su padre, tal como lucía la última vez que lo vio. No era la bienvenida que esperaba. “¿Qué pasa?” le preguntó. Antonio con una mano apartó el cigarrillo de su boca. Con la otra, apuntó la escopeta que sostenía hacia el pecho de su hijo. “Hay que terminar con esto, para que de una vez pase algo arriba”. Y disparó. Pedro vio el transcurso de las municiones avanzar en cámara lenta hacia él. Solo las balas sobre un fondo blanco. Y ningún recuerdo.
© 2013 Leandro Ávalos Blacha