Fue un año intenso el 2001. Todos participaban en agrupaciones barriales, menos yo que era una incrédula pero colaboraba a la mañana temprano cuando venía la gente de las asambleas a dejar ollas y esas cosas y todos dormían y yo abría la puerta. Nadie hacía comentarios al respecto como si no esperaran nada de mí, ni siquiera yo.
No recuerdo cómo llegó Ana al lugar, fue seguramente durante el día porque cuando llegué a la noche ya estaba ahí y era la novedad del momento. Era una cordobesa con marcas de granos por toda la cara y que hablaba siempre como si estuviera borracha. Ella me miró y me saludó secamente. Yo saludé a todo el mundo y me fui asustada a mi habitación. Siempre que venía alguien nuevo hacía lo mismo hasta que se volvía un conocido y ya me relajaba un poco, pero siempre manteniendo cierta distancia hasta que veía que iba a ser parte de lo que llamábamos la “comunidad”.
Ana vivía una vida apasionada. Más allá de estar todo el día dada vuelta por las pastillas. También estaba asustada, calculo que de ella misma. Yo llegué a quererla mucho. Era una de las personas con las que más hablaba. Me mostró unos cortos horribles que hizo alguna vez, todos actuados por ella, y yo no podía dejar de pensar en lo que sentía, en sus miedos, en sus amores. Era una mujer más bien fea pero tenía un levante increíble. Era insistente con las personas que le gustaban. A veces chicos, uno más lindo que el otro, y otras veces chicas, siempre muy lindas y elegantes que contrastaban con su imagen. Ella se enamoraba rápidamente y los otros huían de igual manera cuando ella mostraba sus necesidades.
Creo que Ana también me quería. En algún punto, éramos parecidas y nos refugiábamos en nuestras charlas nocturnas frente al parloteo incesante de la comunidad. Había algo en nuestras charlas que permitían detener el tiempo, el caos diario de aquellos días. Yo era una provinciana que jugaba de tímida y ella era una cordobesa punk que estaba en todos los lugares y conocía a todo el mundo. Y así nos entendíamos.
Me acuerdo que para la fiesta de fin de año me diseñó un vestido azul divino que hizo ella sola y me lo regaló porque según ella iba con mi personalidad. Al día siguiente de la fiesta, cuando me desperté, vi las paredes pintadas con sangre. Como yo me había ido a dormir temprano luego me enteré que Ana se había peleado con alguien que la lastimó y decidió pintar todas las paredes con su propia sangre. Ella misma la limpió en los días siguientes.
Una noche estábamos charlando en mi habitación y se le ocurrió que teníamos que salir. Era un martes. Ese día no había mucha gente en la casa y tampoco en la calle. Era una noche fría de invierno del año 2002. Caminamos por las calles de San Telmo mientras Ana hablaba cada vez más fuerte como si el salir la excitara. Yo iba a su lado, escuchándola mientras me contaba mil cosas a la vez. Todo era muy lógico, o no tanto, pero ella le imprimía una lógica a las cosas que a mi me gustaba mucho. Llegamos al lugar, no quedaba tan lejos. Era un boliche que nunca había visto. Había gente afuera que Ana empezó a saludar. Me di cuenta que ella iba seguido al lugar. De hecho, ahí entendí que Ana era la única que salía por las noches. Mientras todos nos quedábamos comiendo y viendo películas, Ana salía y me traía esas historias que después me contaba.
Mientras entrábamos al lugar, pensé que no conocía a Ana. No conocerla me fascinaba. Todas las historias que me contaba no sé si eran verdad o mentira pero me encantaba escucharla con esa voz ronca y resbalosa que le hacía decir todo tan lento.
El lugar era muy oscuro y a pesar de ser martes estaba lleno de gente. Ana no me hablaba pero me agarró la mano para guiarme hacia algún lugar. Yo miraba todo como una nena de seis años en un lugar extraño. Siempre me gustó mi capacidad de asombro, propia de una chica de pueblo. No la he perdido y espero no hacerlo. Miraba la gente y me divertía de sólo verlos.
Ana compró una cerveza en algún momento y nos trasladamos al final del local donde había una especie de batalla de freestyle que no entendía muy bien porque el sonido era malo pero confiaba en las posturas y en los gritos de la gente. Ana al principio estaba muy entusiasmada pero después de un tiempo se calló. Pensé que para ella eso era muy conocido y quizá se estaba aburriendo un poco. Yo estaba compenetrada en las “peleas” y me di cuenta en un momento que Ana había desaparecido.
Miré para todos lados y no la vi. Sentí miedo. Qué iba a hacer yo sola en ese lugar. Por suerte no quedaba lejos de casa, pero volverme sola caminando no era precisamente el plan. Fui al baño a buscarla pero nada. En la barra tampoco. Me encontré con un chico que ella había saludado al principio y le pregunté si la había visto. Me dijo que estaba afuera. Me tranquilicé. El lugar estaba repleto de gente y tardé bastante en poder salir.
Cuando estaba llegando a la puerta, sentí gritos. Pensé que las batallas también funcionaban afuera. Pero no. Ahí estaba Ana, tirada en el piso, siendo pateada por una chica que medía como dos metros y rodeada de otra gente. Lo único que salió de mi boca fue un ruido fuerte y ronco que no había escuchado antes y nunca más pude volver a hacer. Miré unos segundos a Ana. Estaba toda lastimada. No tenía una zapatilla y tenía una botella rota de cerveza casi a punto de cortarle la cara mientras se arrastraba por el hormigón. Tenía miedo por mí. Nunca me había pasado nada así. Toda esa gente me daba miedo y no paraban de insultar y moverse de un lado a otro. Empecé a gritar que por favor dejaran de pegarle, mientras me acercaba estirando los brazos tratando de esquivar cualquier piña que pudiera venir de algún lado. Caminaba como si estuviera ciega hacia Ana que no paraba de llorar en el piso. Por favor, por favor gritaba yo con las manos hacia adelante, desesperada. La gente me decía cosas que no entendía. Lo único que decía yo era que no le pegaran más. Llegué a su lado. Busqué la zapatilla y le dije a la chica que no paraba de insultarnos que ya nos íbamos. No sé cómo pero se calmaron un poco. Levanté a Ana como pude y nos fuimos caminando por el medio de la calle. Faltaban varias cuadras para llegar a casa pero no quería pensar en eso. Íbamos calladas y cansadas. Ana lloraba. Le sangraba la cara. Nunca hubiese imaginado verla así. Parecía salida de una película. Su sangre era espesa como un efecto especial mal hecho.
Llegamos a casa, la llevé al baño para que se lavara la cara pero antes ella se tomó dos pastillas que no sé qué eran y recién después comenzó a lavarse. Le presté un piyama, desperté a un amigo y entre los dos la llevamos a su habitación. Mi amigo estaba medio dormido y me preguntaba qué había pasado y yo sólo podía decirle que le habían pegado, cosa que era más que evidente. Pero en verdad yo tampoco sabía el motivo de la pelea.
No me podía dormir. Intentaba comprender qué había pasado. Pensaba en cómo había actuado yo, si había estado bien mi reacción o si había reaccionado realmente. Pensaba en la tremenda sensación de miedo que me había invadido al ver la escena. Finalmente logré dormirme. A la mañana siguiente me fui a trabajar sin saber nada de Ana.
Cuando llegué a la noche ya todo el mundo sabía más que yo de lo sucedido. Ana había intentado levantarse al novio de la chica de dos metros a la que, por otra parte, conocía de antes y con la que también ya había tenido problemas. Ella no estaba.
A la noche, apareció en mi habitación, sonriente y con algunos moretones. Estaba tranquila y me miraba con cariño. Yo en verdad me sentía mal por no entender del todo qué había pasado y porque no sabía bien qué pensar. Me daba mucha vergüenza todo el miedo que había experimentado. Estaba plagada de miedos y pensaba que Ana se había dado cuenta y estaría desilusionada.
Se acercó. Hablamos de cómo estaba ella. Me dijo que bien, sin dejar de sonreír. Yo intenté calmarme pero seguía muy nerviosa. Ella se dio cuenta y trató de tranquilizarme. Qué noche ¿no? Sí. ¿Vos cómo estás? Bien, bien, me duele todo, pero bien. Ay, yo no sé qué pensar. No tenés que pensar nada Mili, está todo bien. Sólo fue una noche en El dorado.
© 2013 Milagro Carón