Arturo Aguilera y el malismo

Galo Ghigliotto
Garrapato

   En noviembre de 2006, el diseñador y poeta chileno Germán Gana –con quien habíamos iniciado una amistad–, me habló de su proyecto editorial en compañía de otros estudiantes de diseño en la Universidad de Chile: Garrapato Ediciones. El nombre me pareció curioso, ya que de inmediato se piensa en las garrapatas, arácnidos hematófagos que abundan en las orejas y cuellos de perros callejeros. Pero el nombre de la editorial no tenía ninguna relación con esos pequeños animalitos, sino con el acto de borronear, de escribir: un “garrapato” se define como “letras o rasgos mal trazados con la pluma” . Germán me pidió que le diera un poemario para publicar con ellos.El formato era bastante original para lo que se hacía en ese momento en Chile,“cartuchos originales seriados con poesía y visualidad para el deleite y el refresco en papel fotocopiado y otras destrezas”, dirían las publicaciones en su página legal: cada poema o verso iría acompañado de una pieza gráfica creada por ellos. Le entregué a Germán un pequeño poemario titulado Bonnie & Clyde. Después de leerlo le pareció perfecto para comenzar la colección junto a otro poemario de su autoría: Poesía para morder. Algunas semanas más tarde, Germán me anunció que los libritos estaban listos. Los habían compuesto –tal como afirmaban los editores– en papeles de colores fotocopiados. Sólo faltaban algunos detalles, como encuadernarlos y seriarlos con unas letras de plomo que los chicos de Garrapato consiguieron en una feria de cosas viejas. Necesitaban un lugar de trabajo, así que ofrecí un pequeño estudio en mi casa. Ahí llegaron, un día de enero de 2007, Germán y su socio Arturo Aguilera, a quien veía por primera vez en mi vida. Los libritos eran de una belleza sublime.
   Cuando abrí la puerta de mi casa me encontré con Germán acompañado de un chico con una forma de vestir muy sencilla. Junto a él tenía su bicicleta de carrera con mangos curvos. Arturo era muy delgado y bajito, como su voz. Casi no hablamos ese primer día: estuvo callado toda la tarde engrapando y cerrando los libros para que luego Germán les diera el golpe de gracia con los cuños. Al final de la tarde comenzaba la presentación, en el Espantagruélico, un lugar de Bellavista ya inexistente. Presentamos los “placards” con bastante público. Tocó Denver, grupo en ese entonces desconocido. Por la noche nos fuimos de fiesta. Bailamos como nunca.
   Desde ese día Arturo quedó entre mis contactos de Messenger. De vez en cuando hablábamos, sobre todo cuando sus estados eran tristes o desanimados. A veces también llegaban a mi casa: Germán, Arturo, sus amigos. En una de esas ocasiones Arturo llevóun portafolio repleto de imágenes radiológicas: eran plantillas de esténcil. Hasta ese día yo no sabía que la imagen del “Hombre ultraimaginario” que decoraba el acceso de la librería Metales Pesados, en Barrio Bellas Artes, y que tantas veces había llamado mi atención, era una obra de Arturo. De a poco, entre cervezas, Arturo nos iba enseñando sus plantillas, una de las cuales era quíntuple. Con ella hizo la figura de una perra mestiza que había sido su mascota: Gertrudis. Se trataba de cinco planillas sobrepuestas con distintos recortes para componer, primero, el cuerpo blanco de la perra, luego el tono gris en ciertas partes del cuerpo, otra con las manchas negras de su piel y sus patas, el collar rojo sobre el cuello, y las hebillas de su correa. El resultado era la impresión de un animal casi vivo, que visto a lo lejos parecía que podría saltar o correr en cualquier instante. De inmediato le pedí que llenara mi casa de sus esténcils, y no fue difícil convencerlo gracias al efecto de las cervezas: a las pocas horas las paredes estaban llenas de hombres ultraimaginarios, de bananas de colores flúor y de la figurita de un tipo reventándose los sesos de pie sobre la palabra “Love”. Para Gertrudis, sin embargo, decidió volver después: la pintó en una pared de mi dormitorio. 
   Mantuvimos el contacto igual que antes: por internet. Pasaron cosas en nuestras vidas que nos mantuvieron a cada uno por su lado: Germán creó una empresa y se volvió trabajólico, yo entré a trabajar como redactor a una agencia de marketing, y me uní como socio a una editorial, me casé, nació mi segundo hijo; Arturo terminó con su novia de la universidad y se dedicó por completo a su obra. Esa era una de las características que más me llamaba la atención: su forma de vivir era a través del arte. Y a ello le dedicaba mucho, mucho tiempo. 
	
   
Cuneta

   A mediados de 2009 empecé a aburrirme de formar parte de un comité editorial que tardaba varios meses en tomar una sola decisión. Le propuse a uno de los socios, Camilo, crear una nueva editorial con una idea que me daba vueltas desde hace tiempo. “Una editorial que publique libros sin derechos, libros que no se consiguen en Chile y a bajo precio… una editorial llamada Cuneta”. La reacción de Camilo fue la risa. Y es que hablar de productos cuneta es hacer referencia a la calidad más baja imaginable, a los productos que son casi una estafa y, en todos los casos, una falsificación. Pero mi idea permanecía, y a cada rato cobraba más fuerzas. Mi gran tope era el tema relacionado con el diseño y la diagramación de los libros, de lo cual me sentía entonces –y ahora– completamente incapaz. Pensé en Arturo, en su gran talento para las artes gráficas y quise compartir con él mi proyecto. A él le pareció una idea muy buena. Incluso pensamos en la posibilidad de hacer performances para cada publicación: ponernos un pasamontañas y realizar presentaciones enmascarados, en distintos lugares de la ciudad. También alucinamos con usar las máscaras para vender libros en la calle, nuestro punto de venta ideal. Con esas ideas en la cabeza partimos a nuestras casas. En nuestra próxima reunión Arturo traía una propuesta de logo para la editorial: apenas vi el hombre enmascarado que había diseñado, entendí que esa, y ninguna otra imagen en el mundo podía ser la identidad de Editorial Cuneta. 
   Sólo nos faltaba un primer libro. El plan editorial contemplaba la libertad total de Arturo para crear el formato y diseño de los libros. La sola consigna fue que se tratara de libros artesanales, fabricados por nosotros mismos, por Arturo y sus amigos, por todos quienes quieran participar. Sin embargo, desconocíamos el resultado final. Y no queríamos tener problemas con un autor egocéntrico que se quejara después. Ese año había recibido un premio por mi libro Aeropuerto, todavía inédito: no había mejor conejillo de indias que ese. Arturo y su amigo Raúl Zagal pusieron manos a la obra. Tuvieron que hacer muchas pruebas de encuadernado, impresión de interior, serigrafía de tapas. Uno de los ejemplares de prueba fue bautizado por ellos como “Frankie” , por los cortes y errores que tenía. El resultado final fue un libro de gran belleza, y llamó inmediatamente la atención –especialmente de otros autores–. Pronto empezamos a recibir manuscritos, porque eran muchos quienes querían tener un libro semejante. Nuestro plan se continuó con la publicación –ilegal– de Los perros románticos, de Roberto Bolaño, Poemas de Jaime Sáenz, Sátira de Pablo de Rokha, ¿Dónde está mi patria? de Pier Paolo Pasolini, y el librito de un amigo, Pablo Fante llamado De ardor bullir en la Sofía. La gran consolidación de Arturo como diseñador editorial y encuadernador fueron dos libros bellísimos: Albricia, de la poeta chilena Soledad Fariña y Quien va a podar los ciruelos cuando yo me vaya, del poeta norteamericano John Landry. 
   Pero la verdadera potencia del artista de las tapas se expresó más adelante, cuando cambiamos la materialidad de los libros. Resultó que hacer libros en serigrafía, con encuadernación manual, nos salía muy trabajoso y caro. Cada proceso se realizaba en cuatro lugares diferentes de Santiago, y eso aumentaba también el gasto en transporte, así que decidimos pasarnos a la impresión en láser. 
   Cuando adoptó el collage como herramienta para el diseño, me sorprendí sobremanera: su trabajo en este ámbito era muy superior a lo que antes había mostrado. El primer libro en que utilizó la técnica del collage fue El tramo final, del narrador chino peruano Siu Kam Wen, segundo título de nuestra colección de narrativa. En este collage  aparece un recorte de Latinoamérica sobre un fondo de mapa físico marino, y un avión cayendo o aterrizando justo sobre el Perú, proveniente desde China. El diseño es llamativo por su exquisita composición, la vitalidad de sus colores y los detalles del corte de las piezas, que revelan una dedicación y prolijidad inigualables. 
   Cuando César Aira visitó Chile en junio de 2010, tuve la suerte de entrevistarlo para una revista que dirigían dos amigas. Le llevé de regalo los ejemplares de nuestra editorial y quedó maravillado con la manufactura de los libros y las portadas. De inmediato aceptó entregarnos un texto: Yo era una mujer casada. Arturo y yo estábamos nerviosos. Pensamos que un autor del tamaño de Aira sería muy exigente con el arte de portada. Arturo dedicó toda una noche a construir las propuestas para el libro. A partir de revistas femeninas de los años cincuenta o sesenta –que coleccionaba por montones–, creó un collage homónimo en el que aparecía una mujer rodeada de productos “femeninos” sobre fondo rosa, y otro en el que aparecía una familia feliz en blanco y negro posando frente a su casa mientras una explosión atómica surgía de algún lugar de la casa. Las enviamos y Aira respondió al día siguiente “Definitivamente la rosada, donde la mujer está sola. (…) Además, el rosa es mi color emblemático. Perfecta así como está” . Después de la entrada de César Aira a nuestro catálogo se nos hizo mucho más fácil concitar el interés de los autores que queríamos publicar. Uno de ellos fue Mario Bellatin, quien al recibir en México los ejemplares de nuestra colección de narrativa quedó maravillado con la belleza de los libros. De inmediato nos envió El pasante de notario Murasaki Shikibu, para el cual Arturo realizó un collage digital que representaba a bailarinas hindúes sobre algo semejante a la bandera de Japón. La respuesta de Bellatin al recibirla fue escueta: “Ya miré la portada, espléndida” .

El malismo

   No recuerdo exactamente quiénes levantamos el ataúd de Arturo para sacarlo de la iglesia el día de su funeral, el domingo 12 de agosto de 2012. Sé que entre los brazos que lo alzaban estaba el de su padre, Bernardo, y también recuerdo el brazo de Jorge, quien fuera de sus mejores amigos en el Liceo José Victorino Lastarria. Arturo fue atropellado por un conductor ebrio mientras regresaba a su casa en bicicleta, la madrugada del 10 de agosto de 2012. En los días siguientes a su muerte algunos de sus amigos tomábamos un café del centro de Santiago y hacíamos brotar risas desde el dolor recordando algunas anécdotas de nuestro amigo, Jorge me preguntó si Arturo me había contado alguna vez sobre su idea del malismo. Yo nunca había escuchado sobre eso. Jorge me contó que Arturo, desde los años de la media –la secundaria chilena–, consideraba que lo bueno y lo malo siempre se unen en un punto, porque forman un círculo. Por eso, cuando algo malo era lo suficientemente malo, podía contagiarse de lo bueno . Los ejemplos de Arturo abundaban en las canciones pop, en las películas clase B, en los fenómenos mediáticos que tanta importancia tienen en Chile –sobre todo en su máxima expresión: la farándula–. Un ejemplo: Luis Jara, un cantante chileno de muy mal gusto, víctima voluntaria de una serie de cirugías plásticas y premunido de un stock de canciones más bien desechables, incluía en una de sus letras la siguiente frase: “Soy, un tipo tranquilo, tratando de no hacer mal, de ser buen amigo. Soy uno más, uno de tantos. En busca de ser feliz, de vez en cuando” . Arturo la tomó como presentación para su avatar de Twitter. El malismo tenía que ver con la estética que Arturo desarrolló en vida: no lo bello, lo feo. 
   En una ocasión, mientras celebrábamos el lanzamiento de cajita americana de nuestra amiga común Luz María Astudillo, una joven poeta envalentonada por la fiesta se animó a preguntarme si “la fealdad” de nuestros libros era intencional o no. Su pregunta me pareció de un retrogradismo sublime, pero me sirvió para meditar sobre algo que siempre había interiorizado sin cuestionarme. A ella le parecía que el libro más feo de todos era La bandera de Chile, de Elvira Hernández, y justamente ese libro, de nuestra colección de poesía Ouróboros, era el que a mí me parecía más hermoso. Al tratar de esbozar una respuesta, con mi burbujeante cerebro a esa hora, todo tenía mucho sentido en mi cabeza: claro que sí, “la fealdad” era nuestra propuesta, porque es lo más auténtico que puede nacer de un país como Chile. En La bandera de Chile la imagen es un extraño ser, producto de la mezcla de varias cosas: tiene cabeza de mosca, una aureola que es el escudo del Capitán América, el torso de Bernardo O’Higgins (primer presidente de Chile), las piernas de un soldado de la Guerra del Pacífico (EL hito bélico chileno, y fuente de orgullo nacionalista hasta hoy, casi 200 años después), unas alas que son el logo de la NSBC y una bandera de la “patria vieja” sobre el bajo vientre. Claramente, no es una imagen bella, sin embargo, es una cabal representación de Chile. La Bandera de Chile es un poema irónico, escrito en plena dictadura militar. Ridiculiza el nacionalismo y la devoción por los emblemas. Ridiculiza al ser chileno. Si es mi portada favorita, no es por la belleza del diseño, es justamente por la representación de la fealdad implícita que posee Chile. Desde ese punto de vista, el modo de representación que Arturo había conseguido en su trabajo era perfecto. Meses más tarde, con la noción del malismo que Jorge me había entregado, y la idea de lo “feo”, repasé el resto de los trabajos de Arturo y encontré en su estilo, más allá de su estética, la serie de elementos que le daban un sello único: la política, el humor, la ironía, la burla, la irreverencia, todo entremezclado. Llegué a pensar en el collage como la expresión latinoamericana por antonomasia, porque todo en nuestro continente es mezcla, construcción a partir de retazos provenientes de otras partes: Europa, Gringolandia, Oriente, todo invadiendo nuestra inexistente identidad. Se llame malismo, se llame barroco, o bien de ninguna manera, la obra de Arturo Aguilera fue un nuevo intento en la construcción de un imaginario latinoamericano común, más actualizado y centrado en la política desde un punto de vista crítico e ideológico más que como retrato de un determinado drama social.
   La gran pregunta que me planteo a diario es ¿cómo se habría continuado el trabajo artístico de Arturo Aguilera, si a los 28 años ya había definido una poética y una estética tan particular? ¿Cómo habría sido su obra a los 45, a los 60 años, con todo el bagaje de experiencias que habría acumulado? El vacío que deja la respuesta, es insondable. 

1Definición de la RAE. También se incluye “Rasgo caprichoso e irregular hecho con la pluma.”
2Nombre elegido por los chicos para ese tipo de publicaciones, mezcla entre plaquette y fanzine.
3En alusión a Frankenstein.
4Titulado después por Arturo como “Aerolíneas internacionalistas les da la bienvenida” (2010).
5Mail del 20 de agosto de 2010
6Mail del 15 de marzo de 2011
7El uso de “malo” y “bueno” aquí no es moral, es más bien estético: quizás sería más adecuado decir “lo bello” y “lo feo”, pero estamos respetando la terminología arturiana.
8La canción se llama “Un golpe de suerte”.
9Santiago de Chile: Editorial Cuneta, 2012.