Ella había dicho, la última vez que hablamos por teléfono, el mío, ¡encontranos, buscame un hotel nuevo! en un barrio al que no vamos nunca o casi nunca y me saque de tus lugares souvenirs-souvenirs, tus veinte, tus treinta, incluso tus cuarenta, los acompañamientos, libros y chicas que iban cada uno con sus épocas, Saint Germain, el quinto distrito, el sexto, etc. Creo escucharte, después de esos nombres, recitar los de los bares, los tuyos, antes abiertos toda la noche. La Pérgola (lo ves, ¡me acuerdo!), hoy desaparecida, cuyo gerente en aquel entonces tenía siempre las manos en los bolsillos de su saco azul petróleo, como si encerrara un fuego, se hacía llamar Gaby, debía llamarse diferente. El supuesto revolver de Gaby (era de Córcega), que nadie había ni siquiera vislumbrado. Debía portarlo siempre, por las presuntas cosas turbias que pasaban en su establecimiento, los malos encuentros, su pasado en la isla. Estábamos en el cruce Mabillon y me la pasaba escuchándote, ¡te escucho demasiado, podías transformarte en una verdadera rotonda con tal de pasar de una barra a otra, una vuelta de calesita, una vuelta para todos! Enfrente La Rhumerie, el Old Navy, que están ahí desde siempre, pero ¡distintos, distintos! Debíamos pasar dos noches en París para la Toussaint1 y el día de los Muertos. Ella se daba maña para distraerme de mis familiares difuntos, familiares que no son para nada parisinos, más bien rurales, el deber que cada año en esta época me hacía ir a su encuentro, y entregarles un pensamiento, un crisantemo. Bueno, no exageremos demasiado: casi todos los años, y no siempre en noviembre. Ella me encontraría al final del día, llegando de Le Havre. Yo la esperaría, al llegar de Marsella. No serán las mismas estaciones en París, pero sí dos puertos que no tienen en común más que la marina mercante, la antigüedad de las Messageries Maritimes. Y también, si se quiere, la literatura. Es en Le Havre que transcurre La Náusea. Es en Marsella, en el 91, en noviembre, el 10, que muere Rimbaud, sin llegar a embarcar para Suez como deseaba. “Dígame a qué hora debo embarcar”, le dicta el 9 en su agonía a su hermana, para un director de compañía marítima, se ignora cuál. Veinticinco años después, Louis Brauquier quien también fue de la Mercante escribirá un poema sobre esta desaparición vociferada por los diarios. El verano último, vi que la sala de espera de la estación Saint-Charles se llamaba Sala de espera Arthur Rimbaud. Le respondí a ella un poco fatalista, un poco burlón, alzando una ceja en vez de los hombros. De hecho, ¡querés que dé con Eldorado! Es exactamente eso: Eldorado, la vida color de rosa, en dorado, si preferís, replicó antes de cortar sin agregar nada y aún menos Hasta luego. Con ella prefería eso. “Luego”, podía ser, solía ser el día anterior y la velada. Y sin embargo, encontré Eldorado. El hotel, quiero decir. Con ayuda de la máquina a veces resulta muy útil. Solamente había uno en París, en el decimoséptimo, en la calle des Dames, por donde no había hecho más que pasar sin retener nada notorio durante cincuenta años. Un mapa y un diccionario histórico de las calles de París me enseñaron que la arteria en cuestión, una vena más bien, comenzaba en el 25 de la avenida de Clichy y terminaba en el 12 de la calle de Lévis, metro Clichy. No había que fantasear tanto con el nombre, me calmaba el diccionario, las damas en cuestión eran las de Montmartre, religiosas que tenían por ahí su abadía. Me reconfortaba por otra parte saber que el 5-7 donde estaba instalado hoy Eldorado había sido en tiempos modernos el lugar de una tienda de novedades que se llamaba “Lo del diablo enamorado”. Consulté también, siempre en la pantalla, dos opiniones de clientes recientes cuyo tono contradictorio terminó de convencerme. Se trataba de Eldorado, había sobrevivido a nuestras expectativas en el punto donde estábamos, bastante bajo, de hecho tanto que no me había dado cuenta; pero siempre se puede remontar. La primera opinión era cálida: “Nos gustó mucho el hotel, con su jardín y su recepción familiar. Es cierto que el entorno no es muy contemporáneo, más bien tiene el aspecto de pensión familiar del viejo París. Pero es ese su encanto, y los precios son muy razonables. Desayunos muy agradables también, que pueden tomarse en el jardín si el tiempo es bueno”. Y el segundo, más frío: “Hotel atípico que desde su sitio web tenía el aspecto de antiguo pero limpio. Gran decepción en el lugar. Las tomas de electricidad de las luces de la puerta de entrada salidos de su sitio en la pared. Muy peligroso, podría haberme electrocutado. Humedad en el techo del baño”. Era perfecto. En ese momento, no me sentía contemporáneo de nada grandioso ni mundano. A veces incluso, me decía a mí mismo que necesitaba de corriente eléctrica, débil, media, intensa o aún más, quien sabe, para estimularme un poco. La humedad, el moho, son buenos conductores. Reservé entonces por dos noches en Eldorado, la del viernes y la del sábado, una habitación con cama grande, matrimonio, me dijo la recepcionista yo no lo había notado. El sonido de su voz era argentino, quiero decir que hacía pensar en una cuchara en una copa de cristal y que el acento parecía haber pasado por el Atlántico. El sur. Llegué el viernes, día nefasto en muchas religiones, diecinueve horas exactas en la estación de París-Lyon. Viajé con un tachero que puteaba contra los embotellamientos en este quinto día de la creación. Dios no había previsto nada para el tránsito! Me preguntó si estaba apurado, le respondí que no. Entonces le pongo música, dijo el taxista de quien no veía más que sus cabellos muy negros sobre la nuca y los ojos de carbón en el retrovisor. Como a propósito, era tango. La dama de la recepción de Eldorado, calle des Dames, se parecía, a lo lejos, a la foto que había tomado en mi retina con mi Kodak íntima: no muy alta pero esbelta, muy morena, un vestido rojo sangre, cintura que entra en la mano, espalda arqueada cuando se daba vuelta y salía de atrás de su mostrador. Me hizo visitar la habitación, la 66 en el segundo, y me preguntaba si existían 65 habitaciones más en el hotel que no me había parecido tan inmenso, con sus tres plantas. Ella balanceaba sus caderas dentro de su vestido escarlata delante mío por el estrecho pasillo, como un capote. Yo era un toro malo, tanto como podía serlo, de esos que los conocedores llaman toros mansos, porque no arremeten derecho, falsos. Me preguntó la torera si me gustaba la habitación. Mucho, dije yo, mirando la noche sobre el jardín y pensando en el moho del techo del baño, que efectivamente estaba allí, me había dado cuenta, lo mismo que la toma potencialmente electrizante y mortal. Me preguntó luego la hora de llegada de la dama con la que compartiría la matrimonial, calle des Dames. Le respondí ni idea. En el mismo momento, mi celular cantaba mi vieja canción Heure exquise, que siempre me anima. Mientras lo sacaba del bolsillo donde no lo esperaba, el pitido se cortó. Escuché el mensaje soltado de una vez y entrecortado: “Estoy retrasada. Lo siento. Será tarde en la noche. Dormí sin mí. Te despertaré como corresponde. Hasta luego”. Tarde, ella lo siente, dije ante las cejas interrogantes. No pasa nada, me respondieron, está el sereno. Toda la noche. Una vez que la supuesta argentina se fue, desarmé mi equipaje. Iba liviano. En mi viejo bolso de cuero rojizo no había más que lo necesario e indispensable. El cepillo de dientes, la afeitadora y una edición bilingüe de poemas de Edgar Allan Poe, con “Eldorado”. No había televisión en la habitación, lo que evitaba el riesgo de implosión o intoxicación. Macetas de colores vivos, del rojo al amarillo brillante, dispuestas en las cuatro esquinas, contenían flores plásticas de por lo menos un metro cincuenta de alto. Parecía un bosque tropical después de una catástrofe de la que no puedo ni imaginar el nombre y después de la que todo hubiera sido plastificado de golpe. Lo peor del fin del mundo es el día después. Bah no sé. De todos modos, no estábamos ahí. Las hojas verde ácido, volviendo a ellas, estaban apolilladas de quemaduras de cigarrillos componiendo una geometría de agujeros y el césped falso que cubría la maceta estaba rebasado de colillas. Ningún cenicero, pero parece que no estaba prohibido fumar. Yo no fumo más desde la caída del Muro de Berlín. Cerca de la mesita, para aquellos que deseaban escribir, papel impreso con el nombre, blasón del hotel Eldorado y bolígrafos, muchos lápices olvidados, se erguía la heladera mastodonte, casi familiar y de zumbido ruidoso. La puerta de un blanco amarillento estaba salpicada de post-it, palabras suaves, palabras más amargas como Adiós. Palabras de todo, y de nada. Incluso Nada, en mayúscula y rabiosamente subrayada. La más antigua databa de abril último. Abrí la puerta y eso provocó el ronquido eléctrico. Vacía, salvo por una botella de contenido incoloro, sin etiqueta y ya empezada. Bebí, como alguien que se zambulle en el mar, un sorbo del cuello. El alcohol, un tequila latino corriente, no estaba alterado ni mucho menos. Era vigoroso, brutal, para echar fuego, para flamear las carnes insípidas. Recordé eso, sólo un sorbo y acomodé la botella en el compartimento de la puerta. Sin sacarme los zapatos me tiré en la cama, a lo largo, luego atravesado, ¡era una gran matrimonial! Miré el techo un buen rato. Reparé en algunas manchas de humedad: el baño avanzaba. Como esas grietas que disimulan el día y la hora del desmoronamiento. No está tan mal Eldorado, me dije –y lo pensaba–. Debo haber dormitado un buen rato. No soñaba pero me desperté porque tenía frío. Ningún mensaje, buen mensaje. No era muy tarde, poco antes de medianoche, la noche era aún joven. Agarré mi abrigo negro, y mi bufanda ídem y salí. Tenía hambre y sed, al pagar el taxi había visto un establecimiento, justo al lado de Eldorado que se llamaba el “Café des Dames”. La torera había partido a otra plaza de toros, reemplazada por un hombre joven, el sereno, que se disponía a leer no se qué cosa. Levantó apenas los ojos y dijo “Tardes”. Le respondí igual. Hablando de libros, deslicé en mi bolsillo a Edgar Allan Poe. Nunca se está demasiado acompañado cuando se está solo. El “Café des Dames” no estaba lleno, tampoco desierto. En los rincones, dúos, tríos, cuartetos, dos hombres solos entre los que me contaba, el otro tipo de mi aspecto, también de negro, más o menos de mi edad. Por otro lado, era muy mezclado, una clientela variada, todas las edades, los sexos y las vestimentas. El ruido de la conversación hacía un murmullo alegre si bien la música, en sordina, era directamente triste. Pero no se escuchaba más que la alegría. Fue, como era de esperar la mujer con vestido de capote quien vino a tomarme el pedido. Ahí estaba, adelante, el balcón que se inclinaba sobre mí en un juego de espejismos: senos pequeños, libres y redondos. Quedaba una porción de chile pero bien servido, el fondo de la cacerola es siempre lo mejor, me anunció ella pasando un trapo húmedo en la mesa. Rescaté de su intensidad el libro de Poe así como el teléfono que había dejado al alcance de la mano, nunca se sabe, no sé nada. Vamos con el chile le dije. Para el beber, agarré una botella de tinto de la casa. Confía en mí, dijo ella. Le hice caso. Tomé un gran tazón de chile, repasé hasta la última gota con trozos de pan. El pimiento en las habas me calentaba el pico, el vino, ácido y frutado no extinguía el fuego. Estaba bien. Tenía calor. Sudor en la frente y en la nariz. Ni siquiera miraba el teléfono, además lo había puesto en un bolsillo de mi pantalón, el de atrás. Así fue que repuesto, bebiendo de a pequeños sorbos el vino que quedaba, me dieron ganas de leer “Eldorado”. Debería decir recitar, porque lo sabía de memoria y en inglés, con un acento espantoso, por lo que me limité a mover los labios según lo que escucho por la garganta. Fui a la primera estrofa, con los ojos cerrados.“Gaily bedight, A gallant knigth, In sunshine and in shadow, Had journeyed long, Singing a song, In search of Eldorado”
Mantenía los ojos cerrados y tanteando me humectaba la boca con vino. Oí una voz, una de hombre, grave, cerca mío en el silencio de mi oscuridad. “Gaiement accoutré, un galant chevalier, au soleil et par les ténèbres, avait longtemps voyagé, chantant un chanson, à la recherche de l'Eldorado”2. Levanté los párpados, mis persianas y vi, me lo esperaba, al desconocido, el otro solitario noctámbulo del Café des Dames frente a mí, acababa de recitar el poema en francés, la traducción de Mallarmé. No tuvimos tiempo de saludarnos que la torera ya estaba ahí disparando: “Veo que se han conocido. No voy a presentarlos. Nada de nombres, sobre todo en el hotel Eldorado, y su anexo el Café des Dames. Vengan al fondo, vamos a cerrar.” La sala se había vaciado mucho desde mi llegada. La seguimos, el extraño sin nombre y yo, que tengo varios. De hecho, cerró la cortina de hierro y apagó algunas luces. Abrió una puerta detrás de nosotros e iluminó lo que se vislumbraba como una escalera cuyos escalones estaban recubiertos de rojo oscuro y comprendí que se trataba del acceso a los niveles superiores del hotel, a la 66. Estábamos allí, como peces en un acuario, una débil claridad casi verde provenía de tres o cuatro lámparas de opalina, a nuestras espaldas el farol rojo permitiendo acceder a Eldorado. Cuando digo nosotros, hablo de una docena de personas de toda clase, que se conocía desde hacía una hora o cinco años, mitad chicas, mitad chicos, pero aparentemente ninguna pareja. La escala de edades tenía diversos rangos, desde los veinte a mucho mayores. Yo era el más viejo, seguido del desconocido, vestido de negro. Que no se me parecía, como un hermano. Entonces comenzó una de las noches más deslumbrantes de mi vida. No contaré demasiado porque, de golpe, demasiado vino, demasiada poesía, tambaleaba entre el acercamiento particular y el general. De lo que estoy seguro, es de haber silenciado mi teléfono y de haberlo olvidado en el bolsillo trasero ni pensé en consultarlo en el transcurso de esas horas. Éramos una docena encerrados en la antesala de Eldorado, bebimos como treinta y seis, nada más que ese vino tinto del comienzo, cuya amargura inicial, con el correr del tiempo, se iba suavizando. Hablamos, cantamos, como doscientos cuarenta. Recitamos. Todos nos tiramos al mar con poemas que sabíamos de memoria, otros que habíamos escrito y creíamos olvidados, Eldorado quitaba la vergüenza de haberlos hecho. Por mi parte, fui con una insanidad de mis veinte años, de cuando creía creer en la lucha de clases, que permanecía adherida a mi cerebro, a la corteza:“Alors le baron dit Donnez-moi quelque chose de fort, Et il recut sur son crane pelé Un formidable coup de bâton”3
Fui muy aplaudido y me dio vergüenza. El desconocido que no se me parecía en nada, ni siquiera como hermano, dijo que sólo sabía la que me había dicho, la primera estrofa del poema de Poe traducido por Mallarmé. Luego se calló todo el resto del tiempo. Hacia el final se levantó y se dirigió a los baños. No regresó más, cosa que no preocupó a nadie. Debió haber descendido a una puerta secreta que daba al exterior por la que partió. Cuando pasé, no había visto nada pero realmente no estaba prestando atención a eso. Se acercaba el apagón, el sonido de la partida. Solos o acompañados, ellos y ellas, los compañeros de la noche se dirigían hacía la luz roja y la escalera del mismo tono, todos huéspedes de Eldorado. Sólo quedábamos la torera y yo, frente a frente, muy próximos, sobre el sofá. Miré la hora en mi celular, eran las seis de la mañana en punto. También tenía un mensaje: “No iré. Lo siento.” La torera me miró. Me dijo entonces no viene. No era una pregunta. Le respondí que no, pero que lo lamentaba. Me dijo ¿entonces venís? Respondí entonces voy. No me pidan que hable del resto. Es de noche de nuevo y ya hace un tiempo de esto que cuento. Pero fue una buena Toussaint y un buen día de los Muertos. De los mejores que recuerdo. No dejamos la 66, pero no miraba el techo, la humedad, la fisura escondida y próxima. Salvo en sus ausencias, de las que regresaba con comida y bebida. La mañana de la partida, cuando quise pagar, ella dijo, casi enfurecida, ¡Mirame bien! Y luego de un instante de reflexión dame el libro, es un buen precio. De acuerdo, pero déjame ver si aún sé el final. Y lo recité, siguiendo en sus labios las palabras mudas que ella leía en el libro abierto: “Par delà les montagnes de la lune, et au fond de la vallée de l'ombre, chevauche hardiment, répondit l'ombre, -si tu cherches l'Eldorado.” 4