[...] Une nappe unique et lisse, où le regard et le langage
s'entrecroisent à l'infini...
En 1558, en su libro Histoire entière des poissons, Guillaume Rondelet, médico y naturalista francés, evoca la existencia de un “monstruo marino con ropa de sacerdote” que él nombra “Obispo de mar”. Doce años más tarde, Abraham Ortelius publica en el Theatrum orbis terrarum un mapa de Islandia en el que unos pedazos de tierras montañosas están rodeados por una gran cantidad de monstruos marinos: cuerpos de iguanas o de dragones enrollados, cabezas de jabalí o de caballo, mandíbulas de tiburón y ojos de ballena. Las formas, los trazos, al igual que las Perspectivas Significativas –que insistían en la importancia y no en la ubicación del personaje–, parecen ingenuos, en su deformidad. El libro salió de las prensas de Gilles Coppens en Anverso el 20 de mayo de 1570, e incluía 53 mapas. Este mapa de Islandia se basa en los relatos que hizo el Sueco Olaus Magnus, en su Historia de Gentibus Septentrionalibus (1561), donde afirmaba que “se encuentran, en el mar de Noruega, unos peces muy extraños y monstruosos, de los que se ignora el nombre [...], provocan un gran temor cuando los miramos y parecen muy crueles”. El confín fascina, y el mapa, en su evolución, da cuenta de esa fascinación. A través de ello, no sólo nos enfrentamos a un resumen de los conocimientos geográficos de la época, sino que éstos nos devuelven, como un espejo deforme y pulido por el tiempo, el espectro de obsesiones que, al insertarse en la construcción de un saber, esbozan un retrato de nuestra cultura. Pensar –a través del paso de un modelo cartográfico a otro– en las categorías del pensamiento cartográfico, es pensar el devenir de una racionalidad cartográfica. ¿Cómo hacerse una idea correcta de ese límite borroso en el que la ciencia geográfica y el relato maravilloso se mezclan en la ambigüedad de un recorrido cuyo afán mezcla la especulación con el temor a los mundos desconocidos? Una mirada que destaque retrospectivamente la ingenuidad sería ridícula. Pero una mirada que invocara el relativismo temporal no lo sería menos. No importa tanto el error o la aproximación geográfica, sino más bien lo que en el error se asemeja al código de lectura propio del período: la configuración de las relaciones entre los campos, las miradas y los discursos, confirmando que las representaciones no podían ser otras de las que fueron. Habría que ver en el error, no el desvío accidental en relación a una verdad histórica cuyo hilo fuera desvelado a través de algún acontecimiento intelectual, sino un recorrido que vale para sí mismo, e implica las modalidades de un relato con sus propias pautas. El mapa, siendo el depósito de descripciones en las que se mezclan el trazo y la línea, el dibujo y el texto, la mirada y el lenguaje, cristaliza los elementos de un relato en el que no se distinguen la mitología, la ciencia y la cosmología. Claudio Ptolomeo nos dejó los primeros mapas elaborados con herramientas matemáticas, inspirados por las ciencias de Hiparco de Nicea o Marino de Tiro (siglo II). Son mapas diferentes a las cartas portuláneas, que eran mapas marinos basados en relevamientos de cabotaje, y que ya habían llevado alguna mirada geográfica diferente a la que implicaban los mapas Orbis Terrarum (redondos y muy sumarios) de la Edad Media. Al representar la superficie del globo como un cono con ángulos regulares, Ptolomeo pudo implementar los cálculos de latitud y longitud, en grados, minutos y segundos, para localizar cualquier punto en el mapa. El sextante, herramienta de todos los marineros del Renacimiento para calcular su rumbo, retoma esta forma. Calculaban el rumbo a la noche, midiendo las variaciones de ángulos a partir de un punto de referencia (estrella polar): los astros sin duda constituían algún reflejo de las superficies terrestres, y muchos mapas de tradición ptolemaica incorporaban las constelaciones zodiacales. Hace más de 280 millones de años, las placas africana y americana formaban una sola y se separaron. Abraham Ortelius intuyó la unidad de ese remoto continente, al notar que el trazo de las costas africanas y americanas tales como habían sido descritas, coincidían. Pero hasta el Renacimiento se veían en esos mapas unas costas americanas colocadas en el espacio atlántico como territorios cercanos a Asia, cuando todavía se pensaba que se podían alcanzar las Indias orientales por una ruta hacia el Oeste. Recién en 1507, con el mapa publicado por Martín Waldseemüller, observamos la representación de un continente cuyas dimensiones permiten ubicarlo de manera independiente y especular sobre la presencia de un gran mar intermediario. Arriba, en el marco, se notan las figuras patrocinadoras de Claudio Ptolomeo (con el sextante) y Americo Vespucci, que iba a inspirar a Waldseemüller en su decisión de mostrar ese nuevo continente bajo el nombre de “América”. El mapa de Waldseemüller encarna un momento crítico de la evolución cartográfica: la especulación intelectual en base a los recientes relatos de descubrimientos que asumían una nueva realidad no desembocaba en una ubicación precisa por parte de los cartógrafos. En ese margen tenue, propicio a la especulación y a la proyección fantasmagórica, se insertaban los elementos maravillosos del mapa que nutren el relato. La perduración de los mapas ptolomaicos, más allá de la nueva visión brindada por Waldseemüller, sigue incluyendo por lo tanto diferentes dibujos de las costas; y es interesante imaginar que la mayoría de los mapas no concordaban entre sí y que el mapa que se tenía como referencia impactaba en la percepción del viaje, quedando como campo de contrastación empírico de aquello que él mismo generaba. Con el mapamundi de Waldseemüller, puede afirmar Fernando Silió que “La transformación de la carta de navegar en carta-mapamundi implica un cambio conceptual del mapa por el que pierde su enfoque práctico para convertirse en una visión cosmológica del planeta”. Así como los mapas del Renacimiento eran producto de unas percepciones del mundo basados en relatos y crónicas de valor testimonial, de la misma manera como lo sugiere el antropólogo Jack Goody, “las formas gráficas (y en particular cartográficas) impactan de manera decisiva los modos de pensamiento”. Y es precisamente porque la producción de ideas está estrechamente vinculada a las formas del lenguaje, sea discursivo, o pictórico. Concomitante a la invención de la perspectiva por el Renacimiento italiano, el paso del mapa de navegación y de tradición ptolemaica al mapamundi interviene al margen de un proceso de cuestionamiento del lugar del hombre en su relación con un cambio epistemológico en el orden de la naturaleza: el paso de un mundo finito a un mundo infinito. En Las palabras y las cosas, Foucault señala que el clásico Buffon, al asomarse a leer la Historia serpentum et draconum de Aldrovandi, se sorprendió que pudiera haber ahí una acumulación tan desordenada y sin ningún criterio aparente, de descripciones. Pero en el siglo XVI, todavía no está formada la historia natural, menos aún la biología. La distinción entre lo que se observa y lo que se lee, entre lo que se ve y lo que se relata es caduca: se mezclan en la acumulación de comentarios descripciones de saberes acertadas y fábulas o relatos indistintos, leyendas –literalmente cosas para leer–. Pero hay que tener bien claro en la mente que por ese método no trasluce carencia de entendimiento alguna, sino la convicción, profundamente anclada en el hombre de saber, que la naturaleza contiene de forma indistinta y entrelazada signos, formas y relatos. Por lo tanto, dar cuenta, retratar, o describir una cosa en este mundo es recoger, censar y aglomerar todo lo que fue relatado, visto u oído en relación con esa cosa. Si yo quiero establecer la geografía de alguna región, tengo que mezclar la la forma gráfica y el texto, e incorporar todo lo que de su historia fue relatado: rumores, testimonios, observaciones y medidas, descripciones y relatos. Voy a juntar elementos topográficos, con consideraciones morfológicas en la gente, con descripciones de animales y no importa comprobar sino compilar el saber: ambición de exhaustividad, e infinita. Porque el interés no es demostrar (para tener que demostrar, tiene que haber sospecha de verdad), sino interpretar, y volver a interpretar, y así, como la promesa de un lenguaje que encuentra en sí mismo su horizonte próximo. Esa es la episteme de la cultura occidental en aquella época. Antes de la edad clásica –que podemos anclar históricamente en el momento en que, rechazando en 1633 las teorías heliocéntricas que Galileo retoma después de Copérnico, la abjuración conlleva a su vez las premisas del racionalismo filosófico– las relaciones entre las cosas y el lenguaje se ordenan según el modelo de la semejanza. Las configuraciones epistemológicas que permiten guiar las representaciones del siglo XVI, destacadas por Foucault, ayudan a entender el lugar que puede ocupar el mapa como forma discursiva ; Si uno recorre todo el capítulo titulado “La prosa del mundo”, se puede decir que el relato maravilloso que opera en los mapas anteriores a los mapamundis coincide con las cuatro figuras de la semejanza por las cuales el mundo parece “enrollarse sobre sí mismo” de manera armónica, desplegando su cosmovisión. Primero, el mundo –como lo plantea Porta en su Magia natural– es “la conveniencia universal de las cosas” que le permite formar una cadena con sí mismo: los movimientos de un elemento se repercutan en otros. Segundo, por la emulación, las cosas dispersas en la distancia se responden: el intelecto humano refleja la sabiduría divina. Por la tercera figura, la analogía, “todas las figuras del mundo se pueden acercar“ y encuentran en el hombre el punto de convergencia que une el cielo y la tierra. Él mismo está proporcionado acorde a esos dos elementos. La última figura es la que mezcla en el “juego de las simpatías” el movimiento de las cosas que se transforman y las que conservan su identidad, sosteniendo el equilibrio del mundo. La semejanza, al ser el vínculo que articula al signo con su objeto, obliga a conocer la misma cosa siempre. El orden del mundo se basa en la estabilidad de los elementos y la jerarquía que existe entre ellos. El conocimiento está limitado, y más allá de los confines reina el orden de lo desconocido (Terra incognita). Como las cosas y los seres se responden a través de estas cuatro figuras de la semejanza, los conjuntos conviven como microcosmos. Existen mundos mayores que garantizan los pequeños. “La naturaleza se encierra en sí misma acorde a la figura desdoblada del cosmos”. En tal configuración, lo maravilloso y la magia no sólo corren las fronteras y abren pasos, sino que son los medios por los cuales se pueden descifrar los signos y se elabora la hermenéutica que permite acceder al conocimiento, ya que, dice Foucault, “la naturaleza y el verbo pueden entrecruzarse de modo infinito y forman, para quien sepa leer, como un gran texto único”.