La primera vez había venido con los mismos argelinos, jóvenes un poco temerosos y fanfarrones, niños que miraban las piedras esperando que hablaran y lo seguían a él, al francés, como si él pudiera lograr que hablasen un idioma que, a pesar de no ser el de ellos, había sido el de sus ancestros. Al principio no dijo nada: miró por todas partes, se detuvo en cada vitrina, acarició cada estatua, escrutó cada fragmento de mosaico y ella lo oyó leer otra vez, en voz baja, las inscripciones corroídas en las losas diseminadas. Daba la impresión que leía para sí mismo, que se instalaba en aquellos lugares que durante años fueron imágenes para él, que excavaba la tierra argelina por debajo de las baldosas del museo para arraigarse; pensábamos que quizás iba a quedarse mucho tiempo, para recolectarlo todo, para recordarlo todo, para llevarse todo, para devorarlo todo y volver con la memoria llena de lo que él esperaba que fuese no sólo un sueño o una oración, sino tal vez una esperanza.
Aquella primera vez ella no lo conocía y había sido prudente. Lo había seguido de una vitrina a otra para darle algunas explicaciones, pero enseguida había comprendido que él sabía más acerca de lo que ella cobijaba y que él parecía descubrir; entonces habían hablado de los brocales de pozos, de los pinceles de tintura para el pelo seco en los escaparates, de los peines bien dispuestos, alineados, de esa cruz de apocalipsis con que los hombres que ya no existen grabaron fuentes y urnas funerarias para no olvidar y proteger a los vivos. Y se habían parado delante de un pequeño ataúd donde una madre de hace dos mil años encerró el cuerpo de su hijo muerto. Ella se emocionó al verlo inclinarse y arrodillarse ante ese cántaro de barro, ese cántaro roto en que descansaban unos huesitos minúsculos. Y él había dicho que entendía a la mujer que había sellado en la vasija el cuerpo del que había salido de su vientre y que se sentía el hermano, el padre, el hijo. Sus miradas se habían cruzado, ella había mirado hacia abajo y le había dado vergüenza darse cuenta de que él también hubiese desviado la mirada.
Luego, había regresado con sus amigos. En la puerta lo vio dudar antes de desaparecer, darse vuelta varias veces para aferrarse a todo aquello a lo que no podemos aferrarnos, y también había visto a su amigo, el morocho, que lo miraba como si lo estuviese cuidando. Ella había visto al morocho girarse hacia lo que él miraba y conmovido pedirle que volviera y que hablara una vez más de esas cosas que sólo él lograba despertar, él, el francés de piel pálida, y decirle otra vez cuán inmensa había sido Argelia, cómo lo sigue siendo y por qué hay que tener esperanza. Él había obedecido, había regresado y había deambulado por todas las vidrieras, había murmurado historias muy antiguas, ella había seguido a ambos, escuchando discretamente relatos que había oído hacía mucho tiempo, en otra parte, dichos por otros hombres. Ella ni siquiera se sorprendía cuando él se detenía de repente, dejaba de hablar y se inclinaba, observaba, y leía esas formas suavizadas por la usura que le recordaban que él era una de ellas, la de hoy, que él sólo estaba de paso. Ella había visto otra vez esos rostros, oído voces desaparecidas que aún la habitaban y se había sentido frágil al darse cuenta de que el mundo no tenía límites tangibles y que eso significaba que cualquier cosa podía suceder.
[...]
Los cafés de Argel se parecen a los de París, al menos los del centro. Se bebe más frecuentemente té que café, se habla más despacio, la gente va mejor vestida, es más discreta, pero nadie puede ignorar que tres generaciones de franceses concurrieron a esos bares.
Voy seguido para oír a la gente.
Es el barrio de los abogados, de los jueces, de los profesores, parecen sacados de una película de los años 50, trajeados y con moño. A cualquier hora se los ve entrar en un café donde todo el mundo los conoce, apoyarse en el mostrador y retomar con el dueño una charla interrumpida hace dos horas, o el día anterior, o hace seis meses. Los miro como miraba a Bogart en la cinemateca de la calle Champollion o a Camus en las películas viejas. Los oigo hacer en voz baja la inculpación de su propia vida y establecer por enésima vez el diagnóstico de la enfermedad que acecha a su país, enfermedad mortal porque son ellos los únicos que quedan para atestiguar un crimen que causó menos muertos que el que acá se perpetúa desde hace veinte años, y que no deja de ser un crimen. Y pienso: estoy en Argel, en el 2002, nací en París y voy a morir acá, sosegado sin ser feliz.
A veces uno de ellos me ve, se acerca y me habla en un francés que ni siquiera se oye en las universidades, lleno de subjuntivos y proposiciones infinitivas, una especie de latín traducido al francés de los años locos. Camus debía hablar así cuando llegó a Francia durante la guerra. Me río con ellos y me da vergüenza ser de un país que ni siquiera supo conservar para sus hijos la belleza de una lengua cuya ofrenda impuso a sus colonizados. Me equivoco en tener vergüenza, ellos apenas me escuchan, sólo piensan en verter la larga melopea de su vida que creyeron garantizada por la precisión de la lengua del invasor. Y cuando se dan cuenta de que los escucho, encantado y pudoroso, se fatigan en un interminable arioso de ironía que los hace callar. Entonces me dan la espalda, vuelven al bar y retoman ese recitativo monocorde que les permite no caerse duros.
Me quedo ahí dos o tres horas, paso un poco más de tiempo en el puerto que se percibe desde el fondo, al lado de las escaleras y las barandas, miro las ventanas de los departamentos, imagino lo que sucede detrás o lo que pasó y no me aburro.
Y me da frío.
Me gusta tener frío en Argel, ciudad de las hogueras que todos aclaman. Me siento un argelino temblando, inquilino de una ciudad que nadie supo ver, sólo los que nacieron y viven ahí.
[…]
En este país la historia rara vez se encuentra detrás de una vitrina, más bien se camina por encima y cuando me doy cuenta me parece oír gemidos o murmullos, un pasado pulverizado es el decorado del presente. Sé que en todas partes es verdad pero acá es evidente porque las piedras traicionan la tenacidad de los gestos humanos. A veces realmente tengo la certeza de que una voz inmensa me sumerge, una voz que surge o brota de los más ínfimos escombros de las rocas como de sus más monstruosas acumulaciones.
[…]
Como en Santorini, como en Alejandría, los muelles de hace dos mil años se conservan debajo de las olas. Remontamos milenios rodeados de pulpos al acecho. Siempre me lo planteo: Ulises fue engañado por Homero −los muertos flotan a lo largo de hangares en ruinas y es la misma luz en Tipaza tres metros por debajo de la superficie que hoy en Cherchell, día de tormenta del norte−.
No había visto la morena, miraba los erizos que invadían lentamente las pilastras amontonadas y sin tocar buscaba lo que se busca en todos lados en tales circunstancias: los grafitis nerviosos que anuncian las hogueras del deseo y de la desesperación, esos apóstrofos violentos, esos encargos tímidos que confiesan sin vueltas que en cualquier momento de un hombre el mundo tiene que responder presente.
Bernard Olivier Faguet (1944-2012), La passion algéroise, Coll. Ecritures, fragmento reproducido con la amable autorización de © Éditions l’Harmattan