El sol de noviembre raja la tierra a pocos días del límite entre la primavera y el verano, donde la atmósfera se vuelve pesada, plana, y el sol de mediodía agranda los pensamientos y las cosas.
Un camino central divide el pueblo en dos; al final de la extensa lengua que separa el este del oeste gargantea un monte que promete, verde, la sombra y el infinito. Hacia ahí y como quien no quiere la cosa camina el Lungo1 un rato después que encallara su bote, en un banco del Piray Guazú. No sabe cuánto remó, nunca pensó que llegaría tan alto en el río, unas cuantas lunas más que los dedos de una mano contó. Había dejado la escuela cuando el calzado y la bragueta le apretaban para internarse en el Delta en busca de las monedas que le darían el dorado y el pacú.
Del lado oeste al alba, en el cobre y oro líquido que baja desde Minas Gerais, los rubios de Eldorado espejan y despejan algún recuerdo mientras pescan. El agua les devuelve en su dureza el ceño amargo, marrón, de los obligados a emigrar. Si sopla el viento, el silencio del horror callado; si hay calma, la conciencia sin culpa de unos pocos. Un pedazo de tierra y el documento con el nombre mal copiado serán la promesa de entrada y la garantía de salida cuando la distancia o el pesar les impidan la marcha.
Las botas le hacían difícil la caminata, ahora al barro que tapaba la goma se le adhería polvo rojo que arrastraba el viento caluroso del mediodía - igual nada mejor a falta de machete para espantar todo tipo de alimañas una vez entrara en el monte -. Anhelaba llegar y parar a la espera de que algún gringo bueno le convidara con algo de bebida.
Casi una hora después el paisaje calcinado había quedado atrás - es poca la luz del encierro cuando entrás - pensó. Hombre de pocas palabras con el exterior pero de una gran intuición, se manejaba mejor cuando podía leer indicios en la naturaleza. Espiaba con las orejas y lograba tener una visión de gran angular, lo que hacía aún más exagerada su perspectiva de la vida. Solía tener además pensamientos repetitivos y que podían hacerlo parecer como ido, tragado por la línea que une el río con el horizonte.
De la escuela recordaba una “cuadrícula” que usaba para contar, tan grande se le hacía esa empresa como lo que ahora tenía delante de sí; a machetazos se le había arrancado al monte virgen semejante réplica de contador. En línea recta hileras a igual distancia hacia arriba y hacia abajo atravesadas por iguales líneas todas de verdes arbustos, perfectas.
Recorrió la arquitectura sembrada. La sombra del delta y del rancho de su crianza junto a la melancolía de su madre hicieron de él un hombre más preparado para la penumbra que para el sol del día; acostumbrado a remar de noche, el ardor de tanta vida lograría vencerlo. En estado de duermevela visualizó la boca de su madre muerta que se movía desarticulada y que se le acercaba mientras conquistaba el sueño. La única idea de la muerte que tenía se parecía a cuando hurgaba más allá en la memoria; ahí no había nada.
Un sonido entre el aullido y el grito semejante al que emite un animal pequeño al nacer lo despertó.
La cosecha se hacía temprano en la mañana y en las dos últimas horas al caer la tarde. Atrapado entre los cuadrantes sembrados se estiró para salir del sueño pastoso y con el rabillo del ojo logró ver un corral de madera, como los cajones que se usan para descargar las frutas de temporada en el Paraná de las Palmas.
Uno de “sus” pensamientos lo invadió, llegaba a través de sus oídos en forma de voz que parecía expirar: “Agutí, no le abras la puerta a nadie.”
De vuelta de la diáspora y con la profundidad del campo que llega hasta donde el mapa desconoce al río, supo de una de las formas de la muerte donde las palabras habitan a las cosas.
Una única hoja completaría el diario de viaje, relatos de siestas entre ligustros de yerba en compañía de animales de patas largas y ojos grandes junto a cajones de naranjas donde las madres encierran a los niños para que no se escapen durante la cosecha.
1Uno de los nombres posibles para el Boga, en el manuscrito de la novela Sudeste de Haroldo Conti.
© 2013 Inés Oyarbide