Crónicas a puertas cerradas

Martín Lombardo
        Me piden que escriba una crónica pero para escribir una crónica hay que salir a la calle y observar. Yo cierro la puerta.

        Existen mundos virtuales. También existen los ideales. A veces, lo virtual funciona como ideal. Tomemos un ideal patrio cualquiera. Sarmiento, para empezar por algún lado. El ideal, la civilización europea; el objeto de fascinación, Facundo; el misterio, Rosas. Hablar de aquello que nos hace preguntas a través de lo que nos fascina. El amor es un misterio; nos fascina el objeto amado. Del otro lado, un punto de llegada mítico, Europa. Todo ideal es un fallido, un equívoco: una historia ilusoria que tiene consecuencias reales. Un ideal como una zanahoria que atrae a la monada. La monada se mueve, corre en determinadas direcciones: esa es la parte más verdadera del asunto, el equívoco mayor, intrínseco al lenguaje. Las direcciones que se toman son paradójicas.

        Ahora bien, no se puede hablar de espacio sin hablar de la población que ocupa esos espacios. Cuando se habla de un espacio, por definición, se habla, al menos, de dos espacios: en términos lógicos, para obtener una superficie, en primer lugar, se debe realizar un corte, y todo corte propone un mapa de lugares. Todo corte inaugura la posibilidad de moverse. Una vez creado el mapa, con sus fronteras y sus personajes, se marcan ideales y empieza el movimiento. Eldorado no es un lugar sino, más bien, un movimiento. ¿Cuáles son los vectores que rigen esos desplazamientos? ¿Cuál es la lógica que subyace a todo movimiento? ¿Qué nos lleva a ubicar, por ejemplo, a nuestros indios, a nuestros gauchos, a nuestros ciudadanos en un mapa determinado, categorizar las regiones y movernos detrás de un ideal? ¿Quiénes ocupan hoy el lugar de los indios, de los gauchos, de los civilizados?

        Los que llegaron al Nuevo Continente venían para hacerse ricos; en su mayoría, desclasados sociales o soldados de eternas guerras que ya no tenían lugar (repito, lugar y población, y después viene el movimiento). En parte, uno se mueve en busca de ciertas “condiciones materiales de existencia”. También puede estar la búsqueda del prestigio. Quizás lo más interesante del movimiento, lo que tal vez me interese, sean las maneras en que se construyen los relatos de esas aventuras. Preciso: moverse para tener una historia digna, que se precie, una historia para poder relatar. En esta línea señalamos dos historias, dos tipos de historias: la historia del que realiza el viaje y la historia del que observa al que realiza el viaje. La literatura colonial muestra todos los vértices posibles. Pero no se encuentran todos los vértices sólo en la literatura colonial. En diciembre del 2001, en las barricadas porteñas, se gritaba “Que se vayan todos”. Y muchos se fueron (yo me fui mucho más tarde). Por un lado, entonces, aparece la historia del que se va, el que arma un mapa y, en su mapa, el ideal recae, pongamos por caso, en Barcelona. Del otro lado, el que se queda, observa Barcelona y escribe una revista: “Barcelona: una solución europea a los problemas argentinos”. Hoy, en Barcelona, se podría escribir la misma revista porteña (de hecho, cuando estoy en Barcelona, escucho los mismos chistes que escuchaba en el Buenos Aires del 2001) pero con otro nombre: “Berlín”.

        Lo que de verdad vale la pena es el viaje, contar el viaje. Contarlo desde cualquiera de los lugares posibles: el que viaja, el que se queda, el que ya no viaja, el que observa al que viaja. Una serie de sentimientos: nostalgia, desconocimiento, extrañeza, celos. La historia de uno es la historia que uno quiere contarse. Al elegir la perspectiva, se elige el sentimiento. Si viajamos por amor, para contar una historia de amor, entonces el regreso, la historia del regreso, quizás sea la historia del viaje más triste, la historia del fracaso de la apuesta y de la vuelta al primer amor, a ese primer error que ahora no nos parece tal.

        Ya no salgo a la calle a observar nada. Continúo.

        No todos son deseos en la construcción de un relato. En todo espacio y en todo desplazamiento hay batallas. A primera vista, podemos señalar la batalla por tomar la voz, por convertirse en quien construye la historia. Pero como en toda construcción de una identidad las cosas empiezan antes: somos pensados por los otros. Y como somos pensados por los otros, a veces entendemos que deseamos ir hacia cierto lugar cuando alguien nos dice que no podemos ir a ese lugar. En donde está la prohibición está el deseo.

        Quizás la respuesta no esté en Eldorado sino en los movimientos y en las esperas. Quizás, repito, Eldorado no da ninguna respuesta a nada sino que motoriza historias y suscita preguntas. Un punto mítico -inexistente- que tiene efectos: produce historias y desplazamientos. En tanto ideal, lo interesante es ver los equívocos que produce. Si existe un punto es porque, en verdad, hay dos puntos. Otra parte de la respuesta, por el contrario, está en el punto de partida. En el espacio prohibido, en el espacio rechazado, en el espacio menospreciado, en el espacio abandonado. En ese lugar está el trauma. El trauma es aquello que no se puede contar y que, por lo tanto, motoriza una historia.

        ¿Desde dónde parten los que parten? Nadie asume la prohibición, el rechazo, el menosprecio. El autoritarismo se arroga el prestigio de la mirada, el autoritarismo se pretende legal. Algo así sería lo políticamente correcto. Se habla de ideales (el pragmatismo no es más que otro ideal), de ilusión, de Eldorado, de mundos perfectos o mundos lo más perfectos posibles (otra vez, el pragmatismo). Los males menores. Hoy los capitalistas europeos prometen un nuevo rumbo, un nuevo sistema, un nuevo paraíso. Por más que en el desplazamiento hacia ese lugar, en el recorrido, pase lo que pase, ellos todavía creen. Ellos fingen que creen para que el resto considere que son ellos los que deciden los movimientos. Los capitalistas latinoamericanos -porque, al fin de cuentas, también son capitalistas- aseguran que la región, por primera vez, se equipara con el ideal, con la perfección, con la ausencia de conflictos; un verdadero Eldorado. Tampoco hay otros lugares para ellos. Eldorado es el paraíso y todo paraíso es el lugar absoluto. Quienes afirmen que hay otros lugares son el enemigo. ¿En dónde esconderse cuando ya no quedan más lugares para esconderse?

        ¿Quiénes nos piensan hoy? Dos ejemplos cualesquiera. En el extrarradio de las ciudades francesas los chicos franceses provenientes de familias árabes reclaman porque no se los considera franceses. Revueltas, barricadas, desbordes. Quieren insertarse en algún lado, en el lado en el que nacieron, al que dicen aborrecer. ¿La respuesta? Se les devuelve el nombre del punto de partida. Segundo ejemplo. Otros amos, en otras tierras, exigen súbditos, piden que los apoyen para sostener el paraíso, quieren que todos sean sus fieles: del otro lado del charco, hoy, al parecer, se debe vivir en el paraíso. Ahora sí, eligen el exceso: toda felicidad obligada es una felicidad fingida. En el inicio, en el punto de partida, de nuevo, el trauma. Y sobre el trauma, el mito. El ideal es la zanahoria que produce el desplazamiento.

        La pregunta recae sobre lo siniestro, sobre el que le da cuerda al objeto inanimado. Lo siniestro, en realidad, es que nadie le da cuerda al objeto inanimado. O lo que es lo mismo: le da cuerda quien piensa que el objeto se mueve solo. Verdad de Perogrullo: para que un mago saque un conejo de la chistera primero tuvo que ponerlo ahí. Quien se olvide de ese paso, entonces, cree en la magia.

        El misterio, quizás, esté en el aeropuerto de salida. El otro punto, la llegada, es pura fascinación. Las formas del desplazamiento son anecdóticas: una vida, un viaje, una historia. Las formas del desplazamiento son un pase de magia: pueden salir bien o mal. Entre los dos extremos, la vida en forma de crónica de viajes. Crónicas de viajes que se escriben a puertas cerradas.