Me gustó de inmediato la propuesta de Corrientes revista, de escribir en esta sección de Recorridos improbables. Y me atrajo enseguida la figura de Ángelo Soliman. Porque en cualquier lado, antes que su misterio, se lee la aposición, su indeleble epitafio: un negro en la corte austríaca del siglo XVIII. Ese sería entonces su recorrido improbable. ¿Cómo un esclavo nigeriano pudo llegar a conocer a Mozart, a Strauss, y ser preceptor de los herederos del imperio austríaco? Algo me hace pensar en Correas. En un pasaje de esa maravilla que es Los reportajes de Félix Chaneton. Correas refiere el relato de un crimen en un diario de la tarde. El crimen, la noticia: encontraron un cuerpo de hombre descuartizado en un terreno baldío de Villa Lugano, cerca de la avenida Roca. Después, sigue Correas, vienen las conjeturas, las hipótesis, las primeras e infundadas precisiones: “un ajuste de cuentas entre gente del hampa” o “un crimen a raíz de turbios amoríos con mujeres de la noche”. Y entonces Correas se preguntaba: “¿Cómo hay que entender esto? (…) Porque es un accidente, porque no forma parte de la eternidad. Lo primero que se piensa es lo eterno: turbios amoríos con mujeres de la noche. No amores, sino amoríos, y turbios, y mujeres de la noche: siempre las hubo, y las hay y las habrá. Es literatura popular, pero literatura”.
Para entender a Soliman hay que entender los mitos populares. Esa suerte de coágulos o quistes que adopta una sociedad y que nunca está del todo dispuesta a extirparse. Entonces no importan los verdaderos avatares e intenciones que pudieron trazar el destino, importa el mito. La superstición, la magia. No importa que Soliman no haya sido cualquier esclavo; que, en principio, haya nacido en un clan aristocrático; en Nigeria, sí, pero la división de clases es tan antigua como el hombre, y no es algo que solamente pertenezca a la civilización occidental. Tampoco parece importar que la adquisición de sus diferentes idiomas partiera de una necesidad de supervivencia o, más ajustadamente, de una necesidad –y una ambición, en el buen y mal sentido- por parte de Soliman mismo, de poder tener una calidad de vida acorde al linaje al que pertenecía. Es que no sólo contaban para él los siete años en la fabulosa corte de su tierra sino todo el peso de la Historia.
¿Es entonces un recorrido improbable el de Ángelo Soliman? Si finalmente pudo, partiendo de una aristocracia, llegar a otra aristocracia. Es cierto que en el trayecto, hubo distintos accidentes y peripecias. Pero ¿qué vida no las tiene, qué vida no las sufre? Es cierto que lo embalsamaron al morir, un poco por ser negro, por la ignorancia de los blancos, pero también es cierto que las monarquías, partiendo de los egipcios, siempre desearon la eternidad del cuerpo.
Más que improbable, el destino de Soliman es un destino, como él mismo, selecto, exclusivo. Un destino de pocos o para pocos. Pero no improbable. Tal vez lo improbable sea que ese destino de pocos pueda llegar a ser un destino de muchos. Improbable no es que Máxima Zorreguieta, una chica educada con todos los preceptos de la clase alta argentina, agente de inversiones en Nueva York y Bruselas, llegue a noviar y después casarse con el príncipe de Holanda. Improbable –o imposible- sería que la cuñada de la vecina de la casa de enfrente de alguna de las mucamas de la familia Zorreguieta llegara a casarse con el rey de Holanda. Que una chica del conurbano o de las afueras de Resistencia se llegara a casar con el Rey de Holanda. O con cualquier rey. Eso sería de veras un recorrido improbable.
Pero es simpático Soliman. En las imágenes que lo han inmortalizado tiene algo de genio y de faquir. Tal vez en nuestro siglo hubiera sido un destacado deportista, como suelen serlo muchísimos nigerianos. O hubiera participado de alguno de los numerosos golpes de estado que arrasan a su país y a su gente desde 1960, cuando recién entonces le fue cedida la independencia por Inglaterra.
© 2013 Edgardo Scott